"En París y en Londres, de ser yo rico, me hubiera gustado habitar en el centro, y escribir unas impresiones de estas ciudades que serían como miradas dirigidas a través de la literatura y del tiempo. Me hubiese agradado disponer de medios de locomoción e ir a parís, por ejemplo, a ver todos los lugares y rincones descritos por Balzac, Eugenio Sué y Víctor Hugo, y confrontar los textos con la realidad.
(...)Igual haría con respecto a Londres, aunque quizá todavía con mayor entusiasmo, acudiendo a los sitios que Dickens, Conan Doyle, Stevenson..., reflejaron en sus obras y juzgando sobre el acierto y posibilidades descriptivas de sus visiones." Pío Baroja. Recogido por Miguel Pérez Ferrero en "Vida de Pío Baroja".
Pío Baroja y Nessi nació en 1872 en San Sebastián en el seno de una familia de recia estirpe vascongada como tercer y último varón. Fue Médico, dueño de una panadería en la capital de España pero ante todo y esencialmente escritor, llegando a ser miembro de la Real Academia Española de la Lengua en 1935. Viajó bastante por el extranjero (París, Tánger, Londres, Italia, Suiza), pero aparte de los veranos que pasaba en Vera de Bidasoa (Navarra), su existencia transcurrió casi íntegramente en Madrid, siendo testigo presencial de la evolución de la ciudad hasta su muerte en la misma en 1956.
Es en 1879 cuando el padre de Pío fue trasladado a Madrid y la familia se instaló en la calle Real, hoy prolongación de Fuencarral, más allá de la Glorieta de Bilbao. El barrio, parte del entonces nuevo ensanche de Madrid, estaba ocupado en aquellos años sobre todo por obreros industriales y gente de la pequeña burguesía.
Luego los Baroja se fueron a vivir a la calle del Espíritu Santo, justamente al norte de lo que hoy es la Gran Vía. En la calle y en el barrio convivían aguadores, verduleras, soldados licenciados de Cuba y Filipinas que se dedicaban a pedir y a cantar; es el barrio en el que está situado gran parte de su obraAventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox.
En 1881 la familia se traslada a Pamplona donde Pío estudió el bachillerato, y en 1886 al ser el padre nombrado Ingeniero Jefe de Minas de Vizcaya decidió mandar a la madre a vivir a Madrid para que los chicos siguiesen estudiando, donde Pío se matriculó en el Instituto San Isidro para terminar el bachillerato, viviendo en un piso de la calle de la Independencia, próximo al teatro Real. Los hechos que suceden a su alrededor tienen ya una categoría y una presencia real que el autor no olvidará a lo largo de toda su obra. A partir de ese momento Madrid entrará en Pío Baroja y Pío Baroja en Madrid:
"Recuerdo haber vuelto a Madrid en el verano en que se estrenó La Gran Vía. Para muchos madrileños del tiempo, esta época debió de ser un hito de su existencia. Los chicos en el Instituto de San Isidro, donde yo estudié el último año del Bachillerato, cantaban la jota de los ratas y la canción de la Menegilda en los claustros del viejo colegio de los jesuitas". ("La formación psicológica de un escritor"-Discurso de ingreso en la Academia Española).
Un año después Pío empezó los estudios preparativos de la carrera de medicina, experiencias que narrará en "El árbol de la ciencia", recordando más tarde su condición económica de aquellos años:
"La mayoría de los estudiantes de mi época era gente de poco dinero. No hacíamos vida social, ni literaria, no nos asomábamos a los teatros grandes, sólo íbamos algún domingo por la tarde a teatros pequeños y no asistíamos a obras importantes. Estabamos en esto a la altura de los menestrales y de los dependientes de comercio." ("La formación psicológica de un escritor").
En 1891 la familia Baroja se marchó a Valencia, donde el padre había aceptado el puesto de Ingeniero Jefe. Pío no había terminado todavía la carrera de medicina, doctorándose por fin en 1894 y con el objetivo de conseguir una seguridad económica se marchó, como médico de pueblo, a Cestona (Guipúzcoa). Llegamos así al momento en que Pío Baroja se había de independizar de su vida familiar, una vida, como se puede vislumbrar de los hechos aquí presentados, típica de la clase media no adinerada o la pequeña burguesía, o por lo menos, así percibida por el propio Baroja, en quien se iba desarrollando una clara conciencia de clase que iba a llegar a plantearse en términos de problema.
En 1896, el joven Baroja decide abandonar su puesto de médico en Cestona y volver a Madrid para dirigir, junto con su hermano Ricardo, la panadería que había heredado de una tía de su madre en la calle de Capellanes (hoy Maestro Victoria) y que hacía esquina con la calle de la Misericordia, donde pasa a vivir la familia, al lado de la plaza de las Descalzas, barrio en el que había una concentración de pequeñas industrias, sobre todo de talleres tipográficos y de encuadernación. Es esta experiencia la que quizás más afectó el rumbo que iba a tomar su vida y que sin duda le sirvió para agudizar su visión del mundo social en que vivía.
Pero la administración de la panadería es abandonada por Pío pocos años después y en 1902 la familia se trasladó al número 34 de la calle Mendizabal, donde vivirán hasta la Guerra Civil, cuando la casa fue destruida en un bombardeo.
Tras la guerra, Pío , su hermana Carmen y los hijos de esta, Julio y Pío Caro Baroja, se trasladan a la calle Ruiz de Alarcón, donde muere Pío Baroja en 1956.
Pío Baroja se manifestó independiente y sin tapujos, libre de juicio y de expresión. Su actitud ante la vida, reflejada en sus novelas, es pesimista y negativa, contradictoria y paradójica, pero siempre sincera. Tras una primera apariencia de aspereza yace un fondo de ternura bondadosa asistida por una aguda inteligencia irónica. Ortega y Gasset vió así a Baroja: "un asceto calvo, lleno de bondad y de ternura, que deambula calle de Alcalá arriba, calle de Alcalá abajo, aspira a completarse construyendo personajes que se parezcan a su ambición"., y el propio escritor se autocalificó como "hombre humilde y errante".
Es el máximo novelista de su tiempo. Sus actitudes y rasgos ideológicos y, por supuesto, la cronología, lo sitúan dentro de la Generación del 98, aunque él rechaza, en una muestra más de su afán contradictorio, la existencia de esa generación.
En sus novelas aparecen tres elementos fundamentales: acción, descripción y reflexión. En cuanto a su técnica y carácter, el propio Baroja indica, en su libroCiudades de Italia, que sus novelas son "de observación de la vida", con "realismo y algo de romanticismo también". Su estilo es sobrio, directo, de múltiple y vigorosa eficacia expresiva.
Ordenó su obra por ciclos narrativos, trilogías principalmente pero también tetralogías o series más amplias, entre las que cabe citar Tierra Vasca (La casa de Aizgorri; El mayorazgo de Labraz y Zalacaín el aventurero); La Vida fantástica (Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox; Camino de perfección yParadox, rey); La lucha por la vida (La busca; Mala hierba y Aurora roja); La raza (La dama errante; La ciudad de la niebla y El árbol de la ciencia); Las ciudades (César o nada, El mundo es ansí y La sensualidad pervertida); El mar (Las inquietudes de Shanti Andía; El laberinto de las sirenas; Los pilotos de altura), etc...
Sus memorias se publicaron en siete volúmenes, entre 1944 y 1949, bajo el título de Desde la última vuelta del camino.
Pío Baroja fue también asiduo y polémico colaborador de los periódicos y revistas de la época, escribió cuentos como los contenidos en su primer libro, Vidas sombrías (1900), significativo título que anuncia ya el carácter y la trayectoria de gran parte de su obra. Su único libro de poemas, Canciones del suburbio, fue escritocuando el autor rondaba los setenta años, recién terminada la guerra civil española y a punto de estallar la Segunda Guerra Mundial.
La temática barojiana es muy amplia, desde que en 1900 Baroja publicó su primera obra hasta sus últimas publicaciones son cincuenta y seis años dedicados a la literatura, tratando en sus novelas, ensayos y artículos los más variados temas.
De toda su obra nosotros sólo vamos a tener en cuenta la que hace referencia al Madrid de finales del siglo XIX y primeros años del XX, es decir, que sólo vamos a utilizar como documentación y textos todo lo contenido en las obras barojianas sobre Madrid entre los años 1885-1902.
Las obras de Baroja que transcurren en gran parte en el Madrid de estos años, es decir, que tienen como telón de fondo la ciudad y como protagonistas a la sociedad madrileña de la época, y que están insertadas en sus "Obras completas" ( Madrid, Biblioteca Nueva, 1946, 8 vols.) son las siguientes, por orden de publicación: Vidas sombrías; Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox; Camino de perfección; La busca; Mala hierba; Aurora roja; El tablado de Arlequín; César o nada; El árbol de la ciencia; Juventud, egolatría; La sensualidad pervertida; Las noches del Buen Retiro; La formación psicológica de un escritor; Vitrina pintoresca; El escritor según él y según los críticos; Familia, infancia y juventud; Final del siglo XIX y principios del XX; Galería de tipos de la época; Reportajes.
En muchas de estas obras, Madrid proporciona escenarios, paisajes urbanos, temas, motivos, personajes, sucesos... Así, las novelas de La lucha por la vida retratan vívida, plástica, magistralmente, la realidad de un Madrid bronco, miserable y doloroso.
En las muchas visiones e interpretaciones que la ciudad ha inspirado, pocas tan expresivas de unos determinados aspectos como las de Baroja, que es figura máxima de toda una época de nuestra literatura narrativa, ejerciendo profunda influencia sobre los novelistas posteriores, sin que esto niegue validez a la definición que su sobrino Julio Caro Baroja nos dejó del estilo literario de su tío:
"Rompió con los modelos y quebró los moldes. Ha sido imposible seguirle en esto. No pudo dejar un discípulo de verdad porque no dejó recetas". (Prólogo a Baroja, Pío: Juventud, Egolatría.)
"El madrileño que alguna vez, por casualidad, se encuentra en los barrios pobres próximos al Manzanares, hállase sorprendido ante el espectáculo de miseria y sordidez, de tristeza e incultura que ofrecen las afueras de Madrid con sus rondas miserables, llenas de polvo en verano y de lodo en invierno.
La Corte es ciudad de contrastes; presenta luz fuerte al lado de sombra oscura; vida refinada, casi europea, en el centro; vida africana, de aduar, en los suburbios."
Baroja, Pío: La busca.
En la dinámica histórica española los años de la Regencia de María Cristina de Habsburgo (1885-1902) representan una unidad: son continuidad, por un lado, del sistema de la Restauración Monárquica emprendida por Cánovas tras el fracaso de la Iª República española (1873-1874), y por otro marcan el comienzo de la ruptura del sistema, configurado en lo político por el resquebrajamiento de la Monarquía parlamentaria, y en lo social por la crisis que culminará en los sucesos de 1909.
El régimen de la Restauración no consiguió afrontar con éxito el progreso económico, la participación masiva de los ciudadanos en la política y la integración de los nuevos sectores populares en los cauces establecidos por la Constitución de 1876.
En mayo de 1902, Alfonso XIII alcanzó la mayoría de edad, convirtiéndose a los 16 años en rey constitucional, mientras que su madre, María Cristina, abandonaba la regencia que ostentaba desde la muerte de su esposo, Alfonso XII, en 1885. El joven monarca, siguiendo la tónica de los tiempos tras la crisis del 98 causada por la perdida de las últimas colonias españolas, Cuba y Filipinas, parecía tener ganas de regenerar la vida española, por lo que no se limitará a ser el punto de referencia neutral de las fuerzas políticas ya que la Constitución de 1876 le daba un cierto poder al ser él quien designaba al primer ministro.
La población española de la Restauración osciló entre los 16.500.00 y los 19.000.000 de habitantes. Esta población se repartía, de manera desigual, en varios grupos sociales, de los cuales el que a nosotros nos interesa es el que podríamos llamar con el nombre genérico de clases populares o clases trabajadoras por ser precisamente de ahí de donde Baroja extrae el grueso de sus personajes. En este grupo vamos a englobar tanto al proletariado urbano y rural como al subproletariado, ya que Baroja también se ocupa ampliamente de este último en algunas de sus novelas.
Nos interesa este grupo social porque en este momento entra en la historia como una nueva fuerza política. Quizá uno de los mayores méritos de Baroja como novelista y cronista de una época sea el de haberse dado cuenta de la importancia que en la vida de España iban a tener esas nuevas fuerzas sociales y haberlo reflejado en su literatura. Su interés por esa clase—que en el vocabulario burgués de la época es llamada frecuentemente "clase menesterosa"—es casi único entre sus contemporáneos de la generación del 98, hasta haber sido quizá Baroja con Aurora roja el primer autor de una gran novela de obreros.
¿Cuál era la situación de estas clases trabajadoras en la España de fin de siglo?. Vivían de la industria en las grandes ciudades, donde trabajaban como obreros especializados, la minoría, y como mano de obra barata la mayoría. En los pueblos trabajaban en el campo como asalariados, braceros temporales o eran pequeños propietarios que a consecuencia de las sucesivas crisis agrícolas pasaran a englosar las filas del proletariado rural.
El Madrid del fin de siglo es el lugar y época plasmado con más riqueza de matices e información en la obra de Baroja.-
De mediados del siglo XIX hasta 1900 la población de la capital aumentó de manera asombrosa, pasando de 298.426 habitantes en 1860 a 539.835 en 1900. La pauperización del campo, la concentración del capital y la burocratización del Estado fueron factores que contribuyeron a la explosión de la población madrileña en las últimas décadas del siglo pasado.
Hubo crecimiento urbanístico parecido en otras ciudades como Barcelona y Bilbao, pero se trataba de ciudades que se encontraban más adelantadas en su desarrollo industrial y en las que había más trabajo para apoyar a las clases menesterosas, no siendo hasta los años veinte de nuestro siglo cuando se desarrolló en la capital la gran industria.
Madrid estaba todavía en la época de la pequeña industria y no tenía recursos para sostener a los nuevos inmigrantes. El hampa, la golfería, los mendigos, las combi (mafias), los asesinos y criminales de los que tanto se habla, no eran temas meramente literarios de tradición picaresca.
Las obras benéficas se multiplicaron en España en estos años, creándose primero en Madrid y extendiéndose después a otras provincias. Los establecimientos oficiales y los privados, Asociaciones de caridad y las obras pías compitieron y colaboraron en su deseo de aplacar los males que aquejaban a las clases desheredadas. Las tiendas-asilo, establecimientos semibenéficos, semicomerciales tenían como finalidad paliar los estragos que el paro, los bajos jornales y la mendicidad causaban en una población trabajadora mal alimentada, mal alojada y peor vestida.
Para concluir, digamos simplemente que ante la imposibilidad de una solución efectiva del problema social por parte de los sucesivos gobiernos en el poder, la única vía posible que les quedaba a las clases trabajadoras era la acción común y la organización colectiva.
No se debe olvidar la contribución importante que el Instituto de Reformas y sus comisiones encargadas de redactar informes sobre las condiciones de trabajo hicieron al problema social, aunque las únicas leyes importantes que el gobierno dictó en apoyo del problema fuerón las de 1900, una regulando el trabajo de mujeres y niños y otra los accidentes de trabajo.
Queremos destacar que aunque este estudio se concrete a Madrid como la capital de un país de casi 19.000.000 de habitantes en 1900, representa la síntesis, o al menos, la anticipación de esa misma problemática a escala nacional.
...Madrid está rodeado de suburbios , en donde viven peor que en el fondo de Africa un mundo de mendigos, de miserables, de gente abandonada.
¿Quién se ocupa de ellos? Nadie, absolutamente nadie. Yo he pasado de noche por las Injurias y las Cambroneras, he alternado con la golfería de las tabernas de las Peñuelas y los merenderos de los Cuatro Caminos y de la carretera de Andalucía. He visto mujeres amontonadas en las cuevas del Gobierno Civil y hombres echados desnudos al calabozo. He visto golfos andrajosos salir gateando de las cuevas del cerrillo de San Blas y les he contemplado cómo devoraban gatos muertos.
...Y no he visto a nadie que se ocupara en serio de tanta tristeza, de tanta laceria...
Baroja, Pío: "Crónica: Hampa". El Pueblo Vasco, 18-IX-1903.
(Crónica recogida en Hojas sueltas.)
¿Cómo era efectivamente Madrid en esos años en que transcurren las novelas barojianas? Baroja nos proporciona abundantes notas descriptivas sobre la realidad urbana madrileña. Madrid eraen principio una ciudad de contrastes, una ciudad semiprovinciana, donde la posibilidad de un trabajo y una vida más fácil empezaba a atraer a los emigrantes del campo.
Manuel, protagonista de la trilogía La lucha por la vida, viene a Madrid desde un pueblo de la provincia de Soria (La busca). Llega a la gran ciudad , a la capital de un estado que dos años después, es decir, en 1887, habrá alcanzado la cifra de 470.283 habitantes, y que en pocos años llegará al medio millón, ya que en 1900 tiene 539.835 habitantes.
Este crecimiento se debió a la inmigración hacia la capital de individuos venidos desde la provincia de Madrid y otras provincias de España, atraídos por la posibilidad de un trabajo mejor remunerado y más fácil. El Manuel deLa busca viene a ser por lo tanto,un ejemplo bastante representativo de este género de inmigración, y aunque él ha nacido en Madrid, viene de un pueblo de la provincia de Soria, donde han transcurrido algunos años de su infancia. Sus familiares le envían a la capital ante la imposibilidad de hacer carrera de él, por una parte, y para que aprenda un oficio, por otra. Es un inmigrante joven que tiene posibilidades y garantías de arraigar en un nuevo ambiente.
De esto se desprende que uno de los sucesos de los que parte una de las trilogías barojianas más importantes se funda en la realidad histórica de la emigración hacia Madrid a finales del XIX. El suceso va a ser el factor desencadenante de una serie de aventuras y experiencias para el protagonista, Manuel, y para el lector que va a adentrarse con él en la enmarañada trama sociológica del Madrid de fin de siglo. Es decir, en el relato van a ir surgiendo las dificultades y problemas que Madrid presenta para el recién llegado que busca trabajo y para tantos otros—recién llegados o no—que se encuentran en su misma situación.
En Madrid no era fácil encontrar trabajo, era una ciudad sin industria que al recibir los primeros contingentes inmigratorios contempló su llegada sin impulsar el desarrollo económico capaz de crear los puestos de trabajo necesarios para todos ellos.
La función fundamental que cumplía Madrid a finales de siglo era la de ciudad administrativa, burocrática, sede del Gobierno. Era una ciudad tranquila, casi provinciana, dominada en su cúspide por una minoría de hombres de negocios, políticos y profesionales liberales y compuesta en su base por una mayoría ocupada en industrias y talleres, en actividades agrícolas y en un número bastante notable de servicios personales y domésticos, filón inagotable de trabajo que reabsorbía una parte de la masa inmigratoria, sobre todo femenina, que a lo largo de estos años fue llegando a la ciudad como mano de obra.
De lo expuesto puede deducirse que la vida en Madrid para cualquiera que no estuviera en una situación social privilegiada no podía ser fácil, tenía que ser una dura "lucha por la vida".
La prueba más contundente del carácter preindustrial de la ciudad de Madrid era lo precario de su infraestructura urbana y de sus servicios públicos.
En primer lugar, Madrid era una ciudad con una red de conducción de agua muy deficiente. El abastecimiento de agua en Madrid se realizaba de dos modos: a través del Canal de Isabel II o de Lozoya, que conducía las aguas de este río y dependía del Estado, y por los "viajes antiguos", canales distribuidores de agua de manantial, que estaban a cargo del municipio y se llamaban así por diferenciación con la entonces nueva empresa del Canal.
Los "viajes antiguos" llegaban a los ciudadanos madrileños a través de fuentes varias. Baroja nos habla de la fuente de las Descalzas, la de Pontejos, la de Fuentecilla. La existencia de estas fuentes y la falta de agua en las casas había dado lugar a una profesión de la que también habla nuestro novelista: el aguador.
Los aguadores, que eran generalmente asturianos y gallegos y formaban un gremio característico como el de los serenos, pagaban una contribución al Ayuntamiento para tener derecho a recoger el agua en determinadas fuentes y llevarla a las casas. "El aguador —nos cuenta el novelista— era un personaje que daba cierto aire campesino a la calle...; solía estar sentado esperando la vez sobre la cuba, alrededor de las fuentes viejas que se llamaban de los antiguos viajes de Madrid, que eran de agua salina, agua gorda..." (Reportajes)
La presencia en las calles madrileñas de los aguadores debía constituir un motivo pintoresco que llamó poderosamente la atención del Baroja niño recién llegado Madrid, conservando de su primer viaje a Madrid en 1879 el recuerdo de los aguadores: "Nosotros teníamos nuestro aguador, que, como todos los que se empleaban en este trabajo, era asturiano, llevaba traje de pana y la montera típica de los campesinos de su tierra; un cuero cuadrado, grueso, en el hombro y una zahona en una de las piernas, donde apoyaba la cuba al verter el agua en la tinaja" (Familia, infancia y juventud).
Más importancia que el agua de los viajes antiguos era ya al final del siglo la del Canal de Lozoya. El río Lozoya durante un curso de 90 kilómetros recibía más o menos directamente los residuos de unos 29 pueblos situados en su cuenca. El vecindario de Madrid usaba el agua hasta que la vista y el gusto la rechazaban, y cuando el agua alcanzaba tal grado de suciedad que se hacía impotable, Madrid quedaba circunscrito al agua de los antiguos viajes, totalmente insuficientes para abastecer las necesidades de toda la población.
El problema del agua en Madrid, prueba concluyente de lo deficiente de su infraestructura urbana, no llegó a solucionarse hasta bastante entrado el siglo XX.
En estrecha conexión con el problema del agua estaba el del alcantarillado. El alcantarillado de Madrid carecía de base racional, comenzando por el plan de distribución. Hasta la primera mitad del siglo XIX el alcantarillado sólo se extendía por el centro de la población y comprendía ocho alcantarillas principales. A estas viejas galerías, construidas por el Ayuntamiento, se añadieron más tarde las nuevas, hechas por la empresa del Canal de Lozoya, que se calculaba que medían más de dieciséis leguas frente a unas ocho de las antiguas. Decimos se calculaba porque hasta el año 1898 no hubo datos oficiales ni plano de la red de alcantarillado en el Ayuntamiento.
En segundo lugar, el alcantarillado de Madrid no cumplía ninguna de las condiciones higiénicas necesarias exigidas como indispensables para que la ciudad estuviese libre del peligro de contaminación. Habría que añadir que ni siquiera el alcantarillado de Madrid había resuelto, por los años que nos ocupan, la conducción de las materias fecales y residuales fuera de la ciudad. Las aguas salían de la población por siete bocas diferentes y después de ir al descubierto grandes trechos se vertían todas juntas al Manzanares.
Baroja nos habla del Manzanares como de un río de doble aspecto: por el Norte, hacia los alrededores del puente de los Franceses, goyesco y velazqueño y " en cambio en las proximidades del Canal, feo, trágico, siniestro, maloliente, río negro que lleva detritos de alcantarillas, fetos y gatos muertos" (Vitrina pintoresca. Gente de las afueras).
Relacionado con el del alcantarillado estaba también el problema de la limpieza y recogida de basuras de Madrid, problema de infraestructura que entraba de lleno en el terreno de los servicios públicos.
A finales de siglo, el aspecto que debían presentar un buen número de barrios y calles madrileñas no debía de ser muy atrayente, especialmente en los llamados barrios bajos o barrios populares, hablando Baroja de "aduar africano".
Parece ser que los progresos higiénicos realizados en la recogida de basuras y limpieza de las grandes ciudades no habían llegado todavía a España a fines del siglo XIX. Como el servicio de limpieza municipal resultaba insuficiente para las necesidades de la población, el Ayuntamiento tenía que recurrir para la recogida de basura a los traperos, personajes característicos de la vida madrileña de los que Baroja ha dado cumplido testimonio a través del señor Custodio de La busca.
Los traperos recorrían las calles de Madrid a primeras horas de la madrugada, con carros tirados por mulos o burros, recogiendo las basuras de las casas y calles en sacos y trasladándola a sus vertederos particulares, situados en solares del extrarradio.
Su número era muy elevado, prueba evidente de la pobreza del mundo del trabajo en la capital. Baroja describe al señor Custodio casi como un propietario, con la mentalidad, un tanto ambigua, de vagabundo de las afueras madrileñas y de pequeño burgués al mismo tiempo:
"Se levantaba el señor Custodio todavía de noche, despertaba a Manuel, enganchaban entre los dos los borricos al carro y comenzaban a subir a Madrid, a la caza cotidiana de la bota vieja y del pedazo de trapo. Unas veces iban por el paseo de los Melancólicos; otras por las rondas o por la calle de Segovia....Entre unas cosas y otras el señor Custodio sacaba para vivir con cierta holgura; tenía su negocio perfectamente estudiado, y como el vender su género no le apremiaba, solía esperar las ocasiones más convenientes para hacerlo con alguna ventaja" (La busca).
De toda la actividad de los traperos quizá lo más característico fuera la forma de realizarla, ya que solían ejercer al mismo tiempo dos funciones: una, la venta de basuras, después de seleccionar cuidadosamente en montones los diferentes residuos; otra, la cría y venta de animales domésticos. Baroja nos cuenta cómo el señor Custodio procedía a la vuelta de su trabajo diario a la clasificación cuidadosa de las basuras:"Regresaban Manuel y el trapero por la mañana temprano; descargaban en el raso que había delante de la puerta, y marido y mujer y el chico hacían las separaciones y clasificaciones. El trapero y su mujer tenían una habilidad y una rapidez para esto pasmosa.
...Después de la clasificación de todo lo recogido, el señor Custodio y Manuel, con una espuerta cada uno, esperaban a que vinieran los carros de escombros, y cuando descargaban los carros, iban apartando en el mismo vertedero: los cartones, los pedazos de trapo, de cristal y de hueso" (La busca).
Seleccionadas las basuras en montones, aprovechaban los traperos los desperdicios para alimentar una serie de animales domésticos que después o bien vendían por carne o les servían como alimento. "Los desperdicios de pan, hojas de verdura, restos de fruta—sigue contándonos Baroja—se reservaban para la comida de los cerdos y gallinas, y lo que no servía para nada se echaba al pudridero..." (La busca).
El mundo de La busca, el de los golfos y hampones de Mala hierba y los infinitos vagabundos, pobres y seres marginados de la sociedad que cruzan por esos y otros relatos barojianos, sólo se explican real y literariamente en función de un Madrid como el descrito con pocos puestos de trabajo, sin agua, sin alcantarillas, sucio y maloliente.
Uno de los aspectos de la vida madrileña que más fielmente reflejan las novelas de Baroja es el problema de la vivienda popular en el fin de siglo. El testimonio literario de Baroja se ve confirmado en libros, monografías, estudios y publicaciones de personas muy relacionadas con los problemas urbanos que Madrid planteaba ya como gran ciudad a finales de siglo, hasta el punto que de la confrontación de los textos barojianos con datos tomados de otros autores y de publicaciones especializadas sobre el tema nacen coincidencias sorprendentes que revelan, sin lugar a dudas, la fidelidad de Baroja en este punto. Sus descripciones de los barrios del sur de Madrid, de la vida de las corralas, e inclusive de las infraviviendas situadas en los arrabales de la ciudad, son retratos difícilmente mejorables de las condiciones y modos de vida de los habitantes que los poblaban.
Los alquileres que costaban de 2 a 15 pesetas mensuales y de 15 a 20 representaban aproximadamente el 50% del total, mientras que el jornal de un obrero madrileño sin cualificar oscilaba entre las tres y cuatro pesetas diarias, lo que representaba un sueldo mensual entre 75 y 100 pesetas.
Con dicho salario y a la vista del precio de los alquileres se comprende que no podía ser muy fácil para un obrero madrileño vivir en condiciones de morada aceptables, viéndose obligado a buscar alojamiento a tono con sus medios, habitando casas malas porque no les era posible encontrar otras con las condiciones que reclama la salud y lo permiten sus medios de vida.
Naturalmente que había alquileres más baratos, pero las condiciones eran ya totalmente infrahumanas. Baroja al hablarnos de la casa de vecindad donde transcurren parte de las aventuras de La busca nos dice que en el patio interior los cuartos costaban mucho menos que en el grande donde "los había de dos y tres pesetas al mes: chiscones oscuros, sin ventilación alguna, construidos en los huecos de las escaleras y debajo del tejado".
Todavía existían peores condiciones de escasez y hacinamiento, como veremos más adelante, ya que había formas humanas de alojamiento en el Madrid fin de siglo que presentaban aspectos totalmente primitivos; pero por el momento se puede concluir que si la vivienda popular madrileña presentaba estas características era debido a factores puramente económicos: lo ínfimo de los jornales y la falta de viviendas baratas aptas para ser habitadas en condiciones aceptables por las clases populares.
El contingente humano de las casas de vecindad, guardillas y sotabancos de las casas corrientes, chabolas y chozas era muy heterogéneo, pero un índice fuerte de él correspondía a la clase obrera y clases poco pudientes.
Entre esta masa de población la mortalidad era superior a la de las demás clases sociales. Los barrios de mortalidad máxima formaban una especie de cinturón alrededor del centro de la ciudad. Unos eran los barrios más bajos de la villa, los situados a poca distancia del Manzanares, los barrios de La busca barojiana; los otros eran barrios nuevos, de construcción moderna, situados en la zona norte de Madrid, casi todos formados por casitas de un solo piso, habitadas en general por obreros, rodeadas de jardín, pero desprovistas de alcantarillas y mal abastecidas de agua. Ambos eran barrios populares y en ellos las enfermedades hacían blanco con mayor intensidad.
La capital española, como hemos visto al tratar del alcantarillado y de las basuras, era un terreno abonado a todos los gérmenes infecciosos, pero se hacía especialmente sensible a ellos en estos barrios populares en donde a la pobreza y miseria orgánica se superponía la aglomeración de las viviendas. De esta forma la casa se convertía en un foco continuo de insalubridad y por ello de enfermedad y muerte. Para el obrero todo lo que le rodeaba durante las veinticuatro horas del día, ropas, ambiente de la fábrica o taller era motivo de infección o enfermedad, pero nada era comparable a la atmósfera malsana que reinaba en su casa.
Sin embargo, lo peor era que estas condiciones de insalubridad que arrojaban una mortalidad elevada entre las casas populares no afectaban a una pequeña parte de Madrid, sino casi a la mitad de su área urbana.
Esta vivienda madrileña insalubre presentaba una serie de características que la definían y la distinguían claramente de las casas acomodadas de la clase media o clases superiores. En un intento de clasificación de los distintos tipos de vivienda popular tendríamos que empezar describiendo las chozas del extrarradio madrileño de la época y terminar con las casas de corredor o vecindad.
Las chozas madrileñas de las afueras constituían la manifestación más primitiva de la vivienda. Estaban construidas con barro y con materiales de relleno y cerradas con un tejado de lata. Su población era muy numerosa aunque su existencia constase solamente en las casas de socorro, en los hospitales y en el cementerio, pues es dudoso que la estadística llegase con su empadronamiento hasta estos lugares urbanos.
Los seres humanos que las poblaban constituían, por tanto, grupos marginados socialmente, difíciles de encajar en una clasificación sociológica que no sea la de subclase. Las chozas eran una gran vergüenza y un peligro para Madrid y no cabía otra solución práctica y eficaz más que arrasarlas, medida irrealizable pues se trataba de gentes pobrísimas que carecían de medios para alquilar viviendas por económicas que fuesen.
Baroja nos habla de otra forma de hábitat urbano más primitivo aún que estas chozas suburbanas: las cuevas de la Montaña del Príncipe Pío. Hacia esas cuevas se dirigen en una noche de invierno a refugiarse del frío Manuel, protagonista de La lucha por la vida, y el Bizco, personaje extraordinario de la obra, prototipo del hombre encanallado, marginado, criminal, que termina sus días trágicamente. Cuenta el autor cómo desde Puerta de Moros salen al Viaducto, cruzan la plaza de Oriente y siguiendo las calles de Bailén y Ferraz llegan a la Montaña del Príncipe Pío:
"A oscuras anduvieron el Bizco y Manuel de un lado a otro, explorando los huecos de la Montaña, hasta que una línea de luz que brotaba de una rendija de la tierra les indicó una de las cuevas.
Se acercaron al agujero; salía del interior un murmullo interrumpido de voces roncas.
A la claridad vacilante de una bujía, sujeta en el suelo entre dos piedras, más de una docena de golfos, sentados unos, otros de rodillas, formaban un corro jugando a las cartas. En los rincones se esbozaban vagas siluetas de hombres tendidos en la cama.
Un vaho pestilente se exhalaba del interior del agujero....Manuel pensó haber visto algo parecido en la pesadilla de una fiebre." (La busca).
Las cuevas, que como se ve eran aún peores que las chozas, agrupaban, como cuenta Baroja, a una población de golfos y maleantes. También en la prensa hay noticias sobre las cuevas: "Allí se hacinan en un espacio pestilente y sucio gran número de desgraciados de ambos sexos, formando una rueda en que las piernas de unos tocan las cabezas de los otros, constituyendo todos una masa informe, un montón de carne palpitante, que respira en una atmósfera nauseabunda los gérmenes de la decadencia física y la inmoralidad" (El Globo, 2 de noviembre de 1902).
Además de las chozas y cuevas hay que citar una serie de casuchas que formaban barriadas miserables, casi todas en el extrarradio y que son mencionadas continuamente por Baroja, especialmente en La busca. Todas las casas de estas barriadas eran de planta baja, teniendo la mayoría de ellas un solo retrete para todas las familias. De algunas de ellas Baroja nos da datos interesantes sobre su población y forma de vida, por ejemplo, sobre la Casa del Cabrero:
"Llamaban así a un grupo de casuchas bajas, con un patio estrecho y largo en medio. En aquella hora de calor, a la sombra, dormían como aletargados, tendidos en el suelo, hombres y mujeres medio desnudos. Algunas mujeres, en camisa, acurrucadas y en corro de cuatro o cinco, fumaban el mismo cigarro, pasándoselo una a otra y dándole cada una su chupada.
Pululaba una nube de chiquillos desnudos, de color de tierra, la mayoría negros, algunos rubios, de ojos azules. Como si sintieran ya la degradación de su miseria, aquellos chicos no alborotaban ni gritaban". (La busca.).
Sin darnos datos específicos sobre su ocupación la descripción barojiana es enormemente rica en sugerencias: todos los habitantes del barrio pertenecían a una ínfima clase social, tarados por una miseria orgánica que dejaba lastradas, por ejemplo, a las mujeres desde los diez años con las huellas de la prostitución, como indica el autor en párrafos posteriores.
La Casa del Cabrero es citada varias veces en La busca, siempre en función de los mismos personajes marginados. Con ella aparece la Casa Blanca, que por lo que describe Baroja, no debía estar lejos, pues para llegar hasta ella desde allí sólo era necesario bajar una hondonada y después pasar una "valla alta y negra". La barriada "era como una aldea pobre, de una calle sola". En este barrio es donde Vidal, primo de Manuel, habita en compañía de su amante, "vendedora de periódicos y buscona al mismo tiempo"mientras se dedica al robo y al asalto de casas abandonadas con Manuel y el Bizco. Su casa "era un cuarto estrecho, con un colchón puesto sobre los ladrillos" (La busca).
Del barrio de las Injurias existen también numerosas descripciones de Baroja, pero quizá ninguna es tan expresiva como la que hace de sus habitantes:
"El barrio de las Injurias se despoblaba, iban saliendo sus habitantes hacia Madrid...Era gente astrosa: algunos, traperos; otros, mendigos; otros, muertos de hambre; casi todos de facha repulsiva. Era una basura humana, envuelta en guiñapos, entumecida por el frío y la humedad, la que vomitaba aquel barrio infecto. Era la herpe, la lacra, el color amarillo de la terciana, el párpado retraído, todos los estigmas de la enfermedad y la miseria". (Mala hierba).
Como puede deducirse, las características de las viviendas de estos barrios eran muy semejantes tanto en el aspecto puramente externo como en el humano.
Más parecidas a las barriadas que acabamos de citar, pero con más pretensiones en la construcción de sus viviendas por tener las casas dos o más pisos y por existir en su trazado algún plan eran las viviendas de la Prosperidad, la Guindalera y los Cuatro Caminos, formadas por calles estrechas y defectuosas construcciones.
Desde ahí, ya pasando al interior de Madrid, tenemos como vivienda popular, quizá prototípica, las casas de vecindad o corredor, muchas de ellas como la de la narración barojiana, situadas en las rondas o sus cercanías, aunque estaban diseminadas por casi todos los distritos de la capital. Según las estadísticas de la época, en total eran 438 casas con un total de 52.521 habitantes, es decir, que correspondía a cada casa un promedio de 1.200 personas. El hacinamiento era, por tanto, su característica más sobresaliente.
El aspecto de estas casas de corredor era en todas muy parecido. Se componían en general de un número bastante grande de habitaciones o cuartos, distribuidos en una o dos piezas con poca luz. La mayor parte de ellas estaban provistas de patio donde había una fuente de agua para todos los vecinos, existiendo otras que ni siquiera tenían fuente y había que ir a por agua a una fuente pública próxima.
Dice Baroja, refiriéndose al Corralón, casa de vecindad que él sitúa en el paseo de las Acacias, que "hallábase el patio siempre sucio; en su ángulo se levantaba un montón de trastos inservibles, cubierto de chapas de cinc; se veían telas puercas y tablas carcomidas, escombros, ladrillos, tejas y cestos; un revoltijo de mil diablos. Todas las tardes algunas vecinas lavaban en el patio, y cuando terminaban su faena vaciaban los lebrillos en el suelo, y los grandes charcos, al secarse, dejaban manchas blancas y regueros azules de agua de añil. Solían echar también los vecinos por cualquier parte la basura, y cuando llovía, como se obturaba casi siempre la boca del sumidero, se producía una pestilencia insoportable de la corrupción del agua negra que inundaba el patio, y sobre el cual nadaban hojas de col y papeles pringosos". (La busca).
Nada más realista y a la vez exacto que esta descripción literaria. Estas casas se hallaban en las más deplorables condiciones higiénicas. Todas carecían de aseo y limpieza, unas tenían una sola fuente para toda la casa y un solo aseo-retrete para cada piso; muchas carecían de agua y de luz, y no eran aptas para ser habitadas por seres humanos.
Las poblaban familias más o menos numerosas, que tomaban huéspedes por no poder pagar solas el alquiler mensual de cinco o seis pesetas. A veces había seis u ocho personas que ocupaban dos piezas pequeñas con una cocina rudimentaria. Por ejemplo, en el Corralón de La busca, la casa del señor Ignacio "la componían dos alcobas, una sala, la cocina y un cuarto oscuro"(La busca), y vivían en este espacio el matrimonio, los dos hijos, Vidal y Leandro, y Manuel cuando iba a trabajar con ellos.
Cada vecino contaba con la parte de la galería que ocupaba su casa y por "el aspecto de este espacio—dice Baroja—podía colegirse el grado de miseria o relativo bienestar de cada familia, sus aficiones y sus gustos.
...Cada trozo de galería era manifestación de una vida distinta dentro del comunismo del hambre; había en aquella casa todos los grados y matices de la miseria. Desde la heroica, vestida con el harapo limpio y decente, hasta la más nauseabunda y repulsiva".(La busca).
Desde el punto de vista social los habitantes de estas casas de vecindad pertenecían a la clase obrera o eran indigentes que no tenían más que un salario mezquino o medios insuficientes para pagar el alquiler de una vivienda decente. La población de las casas de vecindad de Madrid se componía en su mayoría de la clase jornalera, de empleados cesantes, de vendedores ambulantes, de barrenderos y de traperos. Baroja profundiza aún más en esta descripción:
"Era la Corrala un microcosmos, se decía que puestos en hilera los vecinos llegarían desde el arroyo de Embajadores a la plaza del Progreso; allí había hombres que lo eran todo y que no eran nada: medio sabios, medio herreros, medio carpinteros, medio albañiles, medio comerciantes y medio ladrones.
Era, en general, toda la gente que allí habitaba gente descentrada, que vivía en el continuo aplanamiento producido por la eterna o irremediable miseria; muchos cambiaban de oficio, como un reptil de piel; otros no lo tenían; algunos peones de carpintero, de albañil, a consecuencia de su falta de iniciativa, de comprensión y de habilidad, no podían pasar de peones, había también gitanos, esquiladores de mulas y de perros, y no faltaban cargadores, barberos ambulantes y saltimbanquis." (La busca).
Podemos concluir que en general los habitantes de estas casas eran gente que ganaba un jornal escaso o que carecía de medios suficientes para pagar un alquiler mensual que pasase de cinco o seis pesetas, habiendo inquilinos que vivían en compañía de dos o tres familias, o que subalquilaban a una o más personas una pieza o una o dos camas dentro de la misma pieza. En conjunto, pues, pertenecían en su mayoría a una clase que podríamos calificar más de subproletariado que de proletariado propiamente dicho. A él se añadían esas figuras indigentes y abandonadas, de, como dice Baroja, "el hampa y la pobretería madrileña" (El árbol de la ciencia) los cuales escapan a toda clasificación sociológica.
Ante el panorama desolador que presentaba la vivienda madrileña en estos años, cabe preguntarse si el gobierno, que conocía el problema, no hizo nada para solucionarlo creando nuevos barrios populares, tirando y derribando casas inhabitables y construyendo otras nuevas.
La solución del problema de la vivienda sólo podía hacerse por vía legislativa, con una acertada política económico-social en pro del mejoramiento de la vivienda popular, pero nada se hizo hasta el año 1911, cuando se dictó una ley para la construcción de casas baratas, ley que dos años más tarde todavía no había dejado sentir sus efectos.
El Ayuntamiento, entretanto, había tratado de contribuir al mejoramiento de la vivienda dictando Ordenanzas sobre medidas de higiene, salubridad, altura de los edificios, distribución de los pisos, etc. Quizá su contribución más eficaz fue la creación en 1905 del servicio de empadronamiento sanitario de las viviendas. A través de este conocimiento directo de las condiciones deplorables de las viviendas, el ayuntamiento contribuyó a mejorar en algo muchas barriadas, ensanchando calles, obligando a derribar casas viejas y ruinosas y mejorando otras exterior e interiormente.
De las mejoras hubo dos de carácter radical: la desaparición de una serie de casuchas llamadas "Tapón del Rastro" y la apertura de las obras de la Gran Vía, y que aunque hoy pueda criticarse justamente en su trazado afectó con sus derribos a 48 calles e hizo desaparecer 14 de ellas, de las más sórdidas, y 315 casas en las mismas condiciones. Fuera de estas medidas el resto del problema o se dejó caer en el olvido o se puso en manos de la iniciativa privada o de la caridad.
Las Instituciones de beneficencia cumplían en Madrid por estos años una doble finalidad, caritativa y sanitaria. Casi todas habían sido creadas con fines caritativos y al atender a una población numerosa de desamparados tenían que prestarles ayuda no sólo de tipo humano, sino también médico y económico.
Estas instituciones, ya fueran públicas, es decir, del Estado o del municipio de Madrid, o privadas, se enfrentaban al tremendo problema social del hambre, la mendicidad y la enfermedad, y trataban de resolverlo con la caridad.
Ya se ha señalado cuál era la situación de crisis económica y social por la que España y Madrid capital atraviesan en estos años que nos ocupan. El pobre, el mendigo de oficio o por necesidad era una plaga callejera del Madrid de fin de siglo. La causa de su mendicidad podía ser su situación extrasocial o el paro forzoso.
A Madrid capital se le añadían los pobres de las regiones limítrofes que venían a la ciudad huyendo de la miseria campesina y en busca de trabajo o de limosna. La muerte por hambre en la calle era un hecho casi corriente que aparece frecuentemente en la Prensa:
"En el barrio de las Injurias yacía tendido en la calle un hombre de unos veinticinco años. Llevado a la Casa de Socorro falleció a los pocos momentos, certificando los facultativos que había muerto de hambre" (El Globo, 4 de enero de 1905)
¿Qué hacer ante tanto mendigo? se pregunta el Gobierno, la Iglesia, las damas y señores de bien.
Su solución fue la caridad administrativa a través de una serie de instituciones benéficas. El ayuntamiento tenía establecidos sus asilos municipales, con comedores de caridad, donde cada día repartía raciones a los infortunados que acudían hasta allí e incluso en algunos cuarteles se repartía también el sobrante del rancho militar entre los mendigos. Muchas órdenes religiosas tenían asilos y comedores de caridad al igual que las obras pías, además, la imaginación de los políticos instalados en el poder no dejaba de trabajar buscando remedios contra la miseria, creándose las tiendas-asilo que se extenderán por el país entero.
¿Cuál es, pues, la tarea diaria de cualquier mendigo madrileño?
Los vagabundos barojianos lo saben muy bien: se deambula por Madrid en espera de unas limosnas que llegan o no llegan, se come la sopa boba en un cuartel o asilo y se pasa la noche guarecido del frío en una casa de dormir. Día tras día, con mejor o peor suerte, ése es su itinerario.
Pedir limosna no es fácil, hay demasiada competencia, según le explica un mendigo a Silvestre Paradox, héroe barojiano: "Era un hombre de unos cincuenta y tantos años... Vivía de pedir limosna; pero la concurrencia en esto se había hecho tan grande...,que ya no se podía ser mangante" (Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox) .
Y cuando las limosnas no acuden se vive de lo que se puede:
---¿Y no haces nada? –pregunta Manuel a un chiquillo de La Inclusa.
---¡Psch!...,lo que se tercia. Cojo colillas, vendo arena, y cuando no gano nada voy al cuartel de María Cristina.
---¿A qué?.
---Toma, por rancho.
(La busca).
Vivir del rancho gratuito o a precio muy módico era el destino de la mayor parte de los pobres madrileños, repartiéndose entre cuarteles, comedores y asilos municipales.
Baroja refleja en varios personajes que caminan por sus novelas lo que aparecía a menudo en la Prensa y sin duda alguna era natural y aceptado como un mal necesario por cualquier ciudadano madrileño acomodado.
La ola de pobreza fue en aumento a medida que finalizaba el siglo y empezaba el nuevo. A los pobres vergonzantes se unen los trabajadores en paro y Madrid trata de remediar el problema con paños calientes: se fundan los comedores de caridad, los bonos de comida económica y las ya citadas tiendas-asilo, e incluso se llegó a intentar prohibir la mendicidad en las calles.
Los comedores de caridad se crearon no sólo para acallar las lamentaciones que en la Prensa aparecían casi a diario denunciando casos de muerte por inanición, sino también para remediar en lo posible los estragos de la crisis obrera como consecuencia de la falta de trabajo y la carestía de las subsistencias. Las comidas económicas y los bonos de comida fueron otra medida para remediar el problema.
Unos años antes, en 1885, y para solucionar también el mismo problema, se le ocurrió a Moret crear las tiendas-asilo. Se trataba de vender las raciones al precio de 0,10 céntimos, pan aparte, y de instalar unas ocho tiendas-asilo en Madrid. Los beneficios obtenidos, aunque escasos, servirían para el mantenimiento.
La idea caminó al principio con éxito y en otras provincias, a imitación de Madrid, surgieron también tiendas-asilo. Más tarde la idea fue atacada con varios argumentos, siendo el más fuerte que no venían más que a solucionar casos particulares y que a pesar de su bajo precio suponían un gasto elevado para cualquier familia numerosa si se multiplicaba el número de raciones por el de individuos, siendo también criticadas por otro lado por ser un negocio más o menos lucrativo.
Evidentemente las medidas caritativas resolvían casos particulares pero no todos y desde luego en ningún momento alcanzaban a los pobres vergonzantes que no podían ni aspirar a una ración de comida económica ni de tienda-asilo, por muy barata que ésta fuera. Su vida oscilaba entre el rancho gratuito de convento, cuartel o asilo y la noche pasada al raso o todo lo más en un refugio municipal o una detestable casa de dormir.
Los pobres durmientes en la calle eran otro espectáculo gratuito madrileño que Baroja recoge magistralmente en su obra, muy especialmente en el final de La busca, como la siguiente escena que el novelista sitúa en la Puerta del Sol:
"Alrededor de las calderas del asfalto se habían amontonado grupos de hombres y de chiquillos astrosos; dormían algunos con la cabeza en el hornillo, como si fueran a embestir contra él. Los chicos hablaban y gritaban, y se reían de los espectadores que se acercaban con curiosidad a mirarlos" (La busca).
En definitiva, enorme miseria cuya extensión no se puede calcular con exactitud ya que junto a los asilos municipales que proporcionaban albergue nocturno gratuito existían en Madrid las casas de dormir de iniciativa privada que contenían cierto número de camas destinadas a dar abrigo de noche a personas sin domicilio. Las había masculinas y femeninas y la mayor parte estaban situadas en los barrios populares, especialmente en los distritos de La Latina y de la Inclusa. Eran lugares mal ventilados, faltos de luz, sucios y malolientes, y su clientela iba desde el cesante que había empeñado todo hasta el mendigo, pasando por el vendedor de periódicos, el ratero y el obrero parado, todos víctimas de la más espantosa miseria.
Quizá nunca sea tan penetrante la mirada observadora de Baroja como en lo referente a sanidad y enfermedad. No hay que olvidar que el aprendizaje que llevó a cabo como estudiante de Medicina le puso en contacto con hospitales, salas de enfermos e instituciones donde se ejercía la medicina. Por eso, su testimonio es especialmente valioso en este caso, ya que a su calidad de creador literario añade su formación como médico y su conocimiento directo, sin duda alguna, de muchas de las cosas y hechos que cita.
A finales del pasado siglo el estado de la mayor parte de los hospitales y centros de sanidad madrileños era bastante deficiente. Casi todos ellos eran construcciones antiguas, situadas en el interior de la población, rodeadas de edificios y viviendas por todas partes y con pocas condiciones higiénicas, sólo había algunos de edificación reciente levantados lejos del centro en las entonces afueras de la capital.
Las modernas prácticas sanitarias exigían que los sanatorios se edificasen en lugares elevados y fuera de la población, pero en Madrid casi ningún hospital se ajustaba a estas normas. Sobresalía especialmente por su importancia en la vida médica de la ciudad el Hospital Provincial, conocido con el nombre de Hospital General, quizá el mejor ejemplo de todos los defectos de la sanidad madrileña, defectos que también podían encontrarse en los demás hospitales aunque a menor escala.
El Hospital General recibía en sus salas a toda clase de enfermos venidos de Madrid y de provincias y era un vasto caserón que se levantaba al final de la calle Atocha. Se componía de una serie de largas salas mal ventiladas en las que había mayor número de camas de las higiénicamente permitidas. Baroja dice que era "silencioso, tétrico, alumbrado con mecheros de gas" (Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox).
En este Hospital el joven Baroja inició su contacto con la práctica de la medicina en el tercer año de carrera. Tenemos de él varias versiones literarias, una totalmente biográfica, en la parte de sus Memorias en que evoca su juventud, pero todas ellas coinciden de una manera absoluta y resaltan los mismos aspectos:
"La inmoralidad dominaba dentro de aquel vetusto edificio. Desde los administradores de la Diputación Provincial hasta una sociedad de internos, que vendían la quinina del hospital en las boticas de la calle de Atocha, había todas las formas de la filtración. En las guardias, los internos y los capellanes se dedicaban a jugar, en el arsenal funcionaba también casi constantemente una timba, en la que la postura menor era una perra gorda" (Familia, infancia y juventud).
Además de la falta de condiciones higiénicas del hospital y de la inmoralidad que reinaba en la administración y organización, a los enfermos tampoco se los atendía como hubiese sido necesario por su estado de debilidad orgánica. Los mozos del hospital, cuenta Baroja, "llevaban el rancho como soldados, en grandes marmitas colgadas de un palo, que echaban un olor repugnante" (Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox).
En cuanto a los considerados modernos por lo nuevo de sus instalaciones, hay que nombrar el de San Juan de Dios. Este hospital había sido fundado en 1552 por Antón Martín y dedicado desde su fundación a enfermos incurables de ambos sexos. Por su construcción, situación y emplazamiento era análogo al provincial pero sus defectos eran más graves dado que las enfermedades que allí se trataban exigían que tales establecimientos estuviesen fuera de la población.
Baroja, a través de Andrés Hurtado, protagonista de El árbol de la ciencia, estudiante de medicina en Madrid, nos dice que era "un edificio inmundo, sucio, maloliente; las ventanas de las salas daban a la calle de Atocha, y tenían, además de las rejas, unas alambreras, para que las mujeres recluidas no se asomaran y escandalizaran. De este modo no entraba allí ni el sol, ni el aire" (El árbol de la ciencia).
Al joven Hurtado le causa tanta o mayor impresión que la sordidez del edificio el trato que recibían los enfermos. El médico de la sala de mujeres maltrataba a las mujeres allí acogidas "de palabra y de obra... Mandaba llevar castigadas a las enfermeras a las guardillas y tenerlas uno o dos días encerradas por delitos imaginarios. El hablar de una cama a otra durante la visita, el quejarse en la cura, cualquier cosa bastaba para severos castigos. Otras veces mandaba ponerlas a pan y agua." (El árbol de la ciencia).
Podríamos creer que Baroja por boca de Andrés Hurtado está cargando las tintas, pero lo cierto es que es posible comprobar su veracidad en noticias aparecidas en la Prensa por los años en que Baroja debía asistir a los cursos de Medicina. En 1885 hay un motín de enfermas en el Hospital de San Juan de Dios a causa de un castigo de seis días a pan y agua, siendo el motivo del castigo "haber sido sorprendidas hablando con personas de la calle del Tinte por la reja. (El Imparcial, 31 de marzo de 1885). Un año más tarde vuelven a sublevarse 84 enfermas de San Juan de Dios, pidiendo en este caso la libertad de dos enfermas castigadas a varias horas de calabozo (El Imparcial, 29 de enero de 1886).
Es decir, que estas crueles medidas disciplinarias existían, que la Prensa da testimonio de ello y que en este caso, como en tantos otros, Baroja no hace más que reflejar con toda objetividad la realidad, en este caso, un panorama sanitario desolador.
Si la enfermedad suponía en las clases menesterosas una llaga incurable de la que difícilmente se salía, no era muy halagadora la posibilidad de pasar unos días, semanas o meses en el hospital. Sin embargo, ante un presente miserable y un futuro incierto, el hospital, con sus defectos, debía ser una salida transitoria para el madrileño que se moría de hambre. Así, la literatura barojiana recoge la aventura de un mendigo que "abandonado y sin medios de vivir, inventó una superchería para entrar en el hospital. Había tenido pelagra en las manos y le quedaban cicatrices. El pobre hombre, que conocía a fondo los síntomas de la pelagra, tomó media botella de agua de Loeches y se fue al hospital"(Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox), hospital del que poco después fue expulsado.
El problema socio-moral que la prostitución planteaba a una sociedad como la madrileña de finales del XIX ha sido captado y reflejado en muchos momentos de la literatura barojiana.
Ante todo, eran un grupo humano que vivía condicionado por su trabajo y profesión, pero aparte de esto, su propia existencia ponía de manifiesto una serie de lacras morales y sociales de las que sólo la sociedad del momento podía sentirse responsable.
Para comprender la vida de la prostituta madrileña de fin de siglo hemos de desmitificar su figura literaria y de objetivarla. Esto parece difícil, en principio, si vamos a contar con el apoyo documental de un novelista para adentrarnos en el estudio del problema, pero no resulta así si partimos del punto del que parte el propio Baroja: acercarse a ella más por comprender y plantearse su problema que por hacer de ella un personaje literario. Baroja ve a la prostituta con tremenda piedad, pero nunca esa piedad le impide percibir dónde está el origen de su caída. Por tanto, aunque la prostituta sea un personaje querido y repetido en la obra de nuestro novelista, nunca la describe como una virgen pura, caída en el fango por la acción de un desalmado que la seduce y empuja vertiginosamente a la corrupción. Antes al contrario, la corrupción es un proceso lento, inherente a un medio y unas causas localizadas que van precipitando a la futura prostituta en un desastre moral definitivo.
Las prostitutas, en general, no presentan un tipo psíquico o físico innato, aunque sí social. De origen humilde, procedentes en su inmensa mayoría de las bajas capas sociales de ciudades y pueblos, suelen ser analfabetas e ignorantes, sin conciencia de su dignidad personal y por tanto incapaces de juzgar la situación en la que se encuentran. Ya lo advierte así Baroja en un diálogo que su personaje, Andrés Hurtado, mantiene sobre el problema: "...son mujeres que no quieren trabajar, mejor dicho, que no pueden trabajar. Todo se desarrolla en una perfecta inconsciencia—y añade---...nada de esto tiene el aire sentimental y trágico que se le supone. Es una cosa brutal, imbécil, puramente económica, sin ningún aspecto novelesco." (El árbol de la ciencia).
En cuanto a las causas que preparan y originan la prostitución madrileña, hay que destacar como causa primordial el pauperismo urbano. Así, las prostitutas que desfilan por las páginas de La lucha por la vida son la contrafigura del mendigo barojiano, víctimas de esa pobreza congénita de la que difícilmente se escapa.
Han caído en la prostitución como el único medio a su alcance de conseguir algún dinero y de ejercer algún tipo de trabajo, porque para otro no están capacitadas. Las hay jóvenes, muy jóvenes, niñas incluso, y viejas y quemadas hasta el agotamiento en la práctica del oficio.
Manuel y su primo Vidal, en sus correrías madrileñas, conocen y hacen amistad con un grupo "de muchachas de trece a dieciocho años, que merodeaban por la calle de Alcalá, acercándose a los buenos burgueses, fingiéndose vendedoras de periódicos y llevando constantemente un Heraldo en la mano... Las pobres muchachas necesitaban alguna protección; las perseguían los polizontes más que a las demás mujeres de la vida, porque no pagaban a los inspectores" (La busca).
Estas niñas habían llegado hasta ahí empujadas por la sombra amenazadora del hambre. Baroja las describe raquíticas, mal nutridas, víctimas en fin, de un nacimiento y desarrollo miserable. La pobreza era por tanto, la mejor escuela de aprendizaje.
Después del pauperismo hay que citar la escasez de trabajo femenino y lo mal remunerado que generalmente solía estar, incluso el muy especializado y cuidadoso. Madrid, como hemos visto, no era a finales de siglo una ciudad industrial, ni tampoco un gran centro comercial, por lo que las posibilidades de trabajo no eran muchas. Si el trabajo masculino era escaso e insuficiente, más aún el femenino.
Los trabajos femeninos habituales eran la servidumbre doméstica o la ocupación como costurera, modista, etc. Una mujer que trabajaba como modista en un taller de costura ganaba al día 1,50 pesetas, cantidad insuficiente para mantenerse y menos aún para mantener una familia.
Tanto el movimiento feminista de finales del siglo XIX como cualquier obrera algo instruida, no digamos ya las politizadas, eran conscientes de que el trabajo era uno de los remedios más eficaces contra la prostitución, pero no el trabajo de explotación de fábricas y talleres, con míseros sueldos, inferiores a los de los hombres, sino el que procuraba la independencia económica que permitía no tenerse que vender.
Indudablemente tal argumentación requería un nivel de instrucción femenino mínimo, que capacitase para llegar a comprender y plantearse con claridad la verdad de esta reflexión. Sin embargo, esta instrucción faltaba y era uno de los impedimentos mayores para liberar a la mujer de su esclavitud como prostituta.
La falta de instrucción mínima colocaba a las mujeres en una situación de inferioridad total, obligándolas en cierto modo a abandonar la idea de ejercer cualquier medio de existencia un poco lucrativo o desahogado. Estadísticas publicadas en la época demostraban que eran más del 75% las prostitutas que no sabían leer ni escribir. Su ignorancia las empujaba hacia las ocupaciones ínfimas que no exigían ningún tipo de conocimiento especial.
En definitiva, que las causas económicas y sociales son las que configuran la prostitución. No hay rasgos físicos ni psíquicos que la predispongan a ello desde la cuna, lo que ocurre es que a lo largo de una vida prolongada en ese medio van adquiriendo un sello peculiar y característico. Sin embargo, sí que se dan con cierta frecuencia motivaciones que pudiéramos llamar de tipo psicológico: el nacimiento ilegítimo, dato en el que inciden muchas de ellas, la carencia de afecto materno por muerte de la madre y boda del padre, la promiscuidad en la vivienda y la servidumbre doméstica. Es un hecho curioso que si la prostituta ha tenido una profesión anterior sea la de criada de servir innumerables veces.
Las criadas estaban sometidas a las alternativas de una oferta abundante y cuantiosa y en verano solían quedarse sin colocación, momento que aprovechaban los explotadores para atraerlas.
Con respecto a la entrada en la prostitución, ésta podía hacerse por la vía oficial o por la clandestina. Ser prostituta inscrita en la sección de Higiene con patente y garantía reconocida venía a significar tanto como ser prostituta hasta la muerte. Si era relativamente fácil inscribirse en la prostitución, ya que simplemente había que ser mayor de veinticinco años, ya no lo era tanto darse de baja, resultando casi imposible borrarse de las listas del registro. No podían abandonar la prostitución más que demostrando que llevaban algún tiempo de vida honrada, que tenían medios de subsistencia y presentando un fiador que respondiera delante del director administrativo de que no volverían a ser prostitutas. Así, en 1899 las mujeres matriculadas eran más de 2.000.
Estas prostitutas reconocidas tenían dos posibilidades: la de vivir como huéspedas en una casa de prostitución o mancebía, o la de ejercer la profesión libremente, llamándose entonces carreristas.
Las que vivían bajo la dependencia de una dueña en una mancebía eran una minoría, unas 400 aproximadamente de las 2.000. La pupila era una verdadera esclava y el régimen al que estaba sometida por la dueña era uno de los sistemas de explotación humana más despreciables de esos momentos.
La vida en el prostíbulo era una carrera progresiva hacia el embrutecimiento y la degradación total: los largos y pesados sueños de la mañana se unían y encadenaban con las noches pasadas en vela, entre alcohol, juergas y trato con hombres de las más diversas categorías y clases. Como dice Baroja, cada "ama de esas casas ha visto sucederse y sucederse generaciones de mujeres; las enfermedades, la cárcel, el hospital, el alcohol, van mermando estos ejércitos".(El árbol de la ciencia).
Quitando las casas de prostitución de primera clase, que solían estar instaladas con gran lujo, las demás dejaban bastante que desear, por lo que la prostituta solía vivir mal:
"Duermen en cualquier rincón, amontonadas—describe Baroja— no comen apenas, les dan unas palizas brutales y cuando envejecen y ven que ya no tienen éxito, las cogen y las llevan a otro pueblo sigilosamente". (El árbol de la ciencia).
En esta situación infrahumana escapar del burdel era casi imposible porque la explotación se extendía hasta sus personas, y en la mayoría de los casos las deudas las atenazaban y si intentaban escaparse "las denunciaban como ladronas". (El árbol de la ciencia).
Muchas de las calles más céntricas de Madrid estaban ocupadas en aquellos años por mancebías que fueron poco a poco desalojadas y los rótulos de las calles cambiados, así por ejemplo la calle de Ceres, a la que Baroja consideraba tan especializada en asuntos eróticos que justamente podría llamarse la calle del Amor (Aurora Roja).
Si la prostituta oficial no quería ejercer la profesión como pupila su otra opción era la vida de carrerista, que comprendía desde la golfa pajillera hasta la buscona de gran representación, elegante y altiva. La carrerista tenía una mayor independencia, su libertad era total, podía trabajar donde quisiera y elegir a su gusto. Sólo les estaba vedado por el reglamento las primeras horas del día, por lo que su momento de acción era la noche.
La carrerista terminaba sus días en la prostitución si antes no moría por enfermedad o por homicidio, ya que la muerte violenta figuraba en uno de los primeros lugares como causa de la mortalidad de las prostitutas.
Su envejecimiento en el oficio era especialmente dramático cuando a la edad iba unida la miseria, formando ese ambiente monstruoso que Baroja nos pinta en su descripción de la "Taberna de la Blasa", en el barrio de las Injurias madrileño:
"Recostadas en la pared, se veían unas cuantas mujeres feas, desgreñadas, vestidas con corpiños y faldas haraposas, sujetas a la cintura con cuerdas.
---¿Qué son estas mujeres?—preguntó la pintora.
---Son golfas viejas—contestó Leandro—de ésas que van al Botánico y a los desmontes."
(La busca).
En su desamparo la prostituta buscaba la protección y el amor entregado por libre decisión y lo encontraba en el chulo, figura ligada enteramente a la prostitución y en gran parte de los casos por su ocupación y profesión a la golfería o la delincuencia.
El chulo maltrataba a la prostituta, le sacaba el dinero y vivía a expensas de ella. Baroja nos cita el caso de un golfo, El Chilina, que explotaba a una mujer, La Manila, "que ganaba algunos céntimos entregándose a los hombres por aquellos descampados".(Aurora Roja).
El golfo la explotaba sin ningún miramiento y cuando ella se negaba a entregarle el dinero la maltrataba:
"...Vino la Manila, el Chilina se acercó a ella a pedirle el dinero que había ganado...---No tengo más que unos céntimos—dijo ella.---Te los habrás gastado.
---No; es que no he ganado.
---A mí no me vienes tú con infundios. Venga el dinero.
Ella no replicó. El le dio una bofetada, luego, otra; después, furioso, la echó al suelo, la pateó y le tiró de los pelos. Ella no lanzaba ni un grito.
Al fin, ella sacó de la media unas monedas, y el Chilina, satisfecho se marchó."
(Aurora roja).
Parece bastante cierto que entre la prostitución y la delincuencia existe una simbiosis y que un tanto por ciento elevado de chulos inician sus primeros pasos en la delincuencia al amparo de la prostitución. El joven delincuente suele ser muchas veces el explotador de una prostituta que con frecuencia suele ser mucho mayor que él y está prematuramente envejecida en el oficio.
Baroja nos ilustra esta realidad en varias ocasiones, como en la relación entre el Bizco criminal y Dolores la Escandalosa, ladrona y prostituta, mucho mayor que él; la de Manuel con la Justa durante su vida de delincuente con la Combi o la de su primo Vidal, golfo semidelincuente, con la Flora y tantas otras mujeres del oficio.
Al lado de esta prostitución reglamentada y legalizada existía otra clandestina varias veces mayor que la oficial, calculándose hacia 1900 en unas 15.000 mujeres. Esto significa que la prostitución clandestina venía a ser siete veces mayor que la autorizada.
Es decir, que en la situación social de Madrid a finales de siglo la prostitución venía a ser una de las labores más propias del sexo femenino, a la cual, con mayor o menor asiduidad y con más o menos gusto o repugnancia, se dedicaban un número considerable de mujeres de todas las edades, de todos los estados, de todas las profesiones y de todas las clases sociales. A decir verdad, la prostitución clandestina ocupaba a criadas, obreras de toda clase de oficios, vendedoras y mujeres de la burguesía.
A principios del siglo XX el reglamento sobre la prostitución había ido desapareciendo de todos los países del norte de Europa, donde la mujer había alcanzado un nivel de autonomía y dignificación a través del trabajo. Los Congresos Internacionales de Higiene venían a ratificar una y otra vez la supresión de los reglamentos aduciendo como prueba los ejemplos de países como Inglaterra, Suiza o los Estados Escandinavos, donde se habían suprimido las leyes y habían disminuido considerablemente las enfermedades venéreas. El reglamento español, además de adolecer de graves faltas, no ofrecía ninguna garantía a la salubridad pública.
Para terminar, hay que reconocer que nada parece que venían a solucionar las leyes sino legitimar una actividad que el Estado no podía dejar de tolerar porque nacía de unas causas económicas y sociales muy concretas y no podía desaparecer mientras los factores condicionantes no se extinguiesen. Al reconocer y reglamentar la prostitución el estado pasaba a protegerla y estimularla, sin que con ello evitara ninguno de los riesgos e inconvenientes que para la higiene y moral pública suponía.
El mundo de los inadaptados y de los marginados ocupa abundantes páginas de la literatura barojiana. Entre los marginados quizá ninguno haya alcanzado en su obra más categoría de protagonista, aparte de las prostitutas, que los golfos.
¿Qué es el golfo?, se pregunta Baroja en un artículo publicado en 1900. La palabra se aplica a individuos tan diferentes que parece difícil de definir. Tratando de penetrar en toda su complejidad Baroja define al golfo como "un hombre desligado por una causa cualquiera de su clase, sin las ideas ni las preocupaciones de ésta, con una filosofía propia, que es, generalmente, negación de toda moral."
El golfo no es patrimonio exclusivo de una clase social: está el golfo pobre, el miserable, pero también existe el golfo medio y el golfo aristocrático. El golfo es un detrito de las distintas clases sociales, concluye diciendo nuestro autor. (El tablado de Arlequín, articulado titulado "Patología del golfo). En un texto muy semejante a este recoge Baroja muy tempranamente sus impresiones sobre los golfos ("Golfos", La Voz de Guipúzcoa, 12-IV-1897, artículo recogido en Hojas sueltas).
El golfo no tiene ni familia, ni domicilio, ni actividad conocidas, "el golfo no es un mendigo, ni un ratero, ni un desocupado; es una forma que ha nacido de nuestro raquítico medio social." (Patología del golfo).
Según la clase de la que proceda la vida de golfo puede iniciarse en la infancia o empezar más tarde. Entre el subproletariado del extrarradio madrileño, los golfos casi más que hacerse nacen ya abocados a la golfería: "Entre los miserables, el golfo no es un holgazán, si de niño no va a la escuela es porque tiene que andar a la busca para comer, y eso le distrae todas las horas del día." (Patología del golfo).
Muchos de los golfos que salpican las páginas de La lucha por la vida pertenecen a esta clase. Han salido de los barrios populares más míseros y todos pertenecen a esa infancia abandonada que forma el semillero de la futura criminalidad.
Abandonado, libre de la tutela familiar, el golfo madrileño busca en su infancia todos los medios que le son propicios para procurarse el sustento: recoge colillas como el chiquillo de La busca, pesca pececillos en los estanques del Retiro y de la Casa de Campo, cangrejos en la Moncloa; arranca tablones en las vallas; sube equipajes en la estación, arrastra organillos...(Patología del golfo), ocupaciones todas ellas que más que perversidad lo que revelan es necesidad.
En La busca un tipo acabado de este golfo desvalido es "el chiquillo astroso, horriblemente feo y chato, con un ojo nublado, los pies desnudos y un chaquetón roto", que tropieza con Manuel en la ronda de Toledo. No conoce a sus padres, ha salido de la Inclusa y no tiene domicilio ninguno conocido.
---...¿No has tenido nunca casa? —le pregunta Manuel.
---Yo, no.
---¿Y dónde sueles dormir?
---Pues en el verano en las cuevas y en los corrales, y en el invierno, en las calderas del asfalto.
---¿Y cuando no hay asfalto?
---En algún asilo.
---Pero, bueno, ¿qué comes?
---Lo que me dan.
(La busca).
De su género de vida dimanan los caracteres sociales y morales del golfo: sus modales son poco honestos, sus juegos y bromas brutales. Cuando el golfo se reúne con otros de su clase se pasan el tiempo hablando de mujeres, robos y crímenes.
En sus conversaciones, a Manuel le sorprende cómo uno cuenta que "a un viejo de ochenta años, que dormía furtivamente en un cuchitril formado por cuatro esteras en el lavadero del Manzanares El Arco-Iris; le abrieron una noche que corría un viento helado dos de las esteras y al día siguiente lo encontraron muerto de frío." (La busca).
Por otra parte, las diferencias que le separan del grupo del que procede no son sustanciales, pero lo que los distingue netamente son dos factores: su carácter vagabundo y las marcas impresas por su tipo de actividad.
Así, su carácter inestable les da una incapacidad total para el trabajo. No es que no trabajen, lo que no toleran es el trabajo regular, metódico, repetido todos los días. Sus ocupaciones tienen que dejarles siempre un amplio margen de libertad, un cúmulo de horas de ocio, aunque luego puedan estar en tensión durante horas o días si la situación lo requiere. Tampoco pueden tolerar la presencia de un amo o patrón, y aunque trabajen para alguien o tengan acuerdos con otro, esta relación nunca es de servidumbre o dependencia.
Su vida está además marcada por una serie de factores externos, comunes a todos los individuos que forman un grupo marginado dentro de la sociedad: un sobrenombre, que se impone al propio y por el que son conocidos, una jerga, que los distingue de los demás y les confiere una clave para defenderse, y un tatuaje.
Por eso el Bizco, otro magnífico personaje de este bajo mundo golfante barojiano, a su sobrenombre une una manera de hablar propia: "torpemente, rellenando sus frases con barbaridades y blasfemias" y un tatuaje que le cubría los brazos y el pecho compuesto de "cruces, estrellas y nombres." (La busca).
Estos golfos pobres, como señala Baroja, son completamente inconscientes: "sus culpas son las culpas de la sociedad que los abandona."(Patología del golfo).
Pero a su lado aparece el golfo de procedencia social menos ínfima, el que es segregado de su clase en un proceso de desprendimiento o descenso social, como por ejemplo Manuel y Vidal en La busca. Ambos son golfos no nacidos, sino conformados por las circunstancias. Sus orígenes son parecidos ya que los dos pertenecen a la baja clase media: el padre de Manuel era maquinista de tren y el de Vidal zapatero. En un proceso de descenso social por muerte de su padre, la madre de Manuel pasa a ser sirvienta en una pensión, y Manuel un muchacho semiabandonado entre parientes y amigos. Vidal, por su parte, tras la muerte de su hermano Leandro y el abandono del negocio familiar es también empujado por las circunstancias hacia la golfería, por la cual tiene una inclinación natural más acentuada que Manuel.
La suerte de estos golfos como la de los anteriores se juega al pasar de la infancia a la juventud y al llegar a la pubertad muchos adoptan un oficio y se integran en la sociedad. Así, Manuel intentará aprender un oficio y ser útil, aunque luego vuelva a caer por algún tiempo en la golfería. Otros, la mayor parte, los que no dan el salto, se quedan en la mala vida pero su situación puede ser a veces ambigua: mientras unos entran decididamente en la delincuencia otros no pasan y permanecen en esa frontera incierta de las profesiones inmorales y poco recomendables.
El golfo que opta por la mala vida pasa "a engrosar las filas de los estafadores, ratas, espadistas y demás caballeros", dice Baroja. El mundo de estos delincuentes era enorme y muy variado en el Madrid de esta época. El campo del delincuente era amplio en una ciudad donde la reforma penitenciaria apenas si existía y donde un subproletariado famélico y abandonado no tenía en su infancia más escuela que la del vicio. Así, los pilluelos y golfos pasan a la delincuencia sin apenas tener que forzar las fronteras y sus primeros pasos son siempre el robo o el timo a pequeña escala. Los principiantes nutren las filas de los "randas" que actúan por los barrios bajos y van pasando luego hacia el centro de la ciudad a medida que sus robos se van haciendo más difíciles y productivos. Veamos en palabras de Baroja cómo empezaron Vidal y el Bizco su vida de randas:
"Vivían Vidal y el Bizco de randas, aquí cogiendo una manta de un caballo, allá llevándose las lamparillas eléctricas de una escalera o robando alambres del teléfono, lo que se terciaba. No iban al centro de Madrid porque no se consideraban todavía bastante diestros."(La busca).
La sociedad formada por Vidal y el Bizco, a la que se añade más tarde Manuel, vive unos meses actuando por los barrios bajos y el extrarradio madrileños. Tan pronto trabajan como ganchos en el Rastro para decidir a los curiosos a apostar en un juego inventado por otro golfo, el Pastiri, como planean robos pequeños en las afueras de Madrid y en los pueblos próximos a la capital: "La sociedad de los Tres—nos dice el novelista—funcionó por las afueras y las Ventas, la Prosperidad y el Barrio de Doña Carlota, el Puente de Vallecas y los Cuatro Caminos, y si la existencia de esa sociedad no llegó a sospecharse ni a pasar a los anales del crimen, fue porque sus fechorías se redujeron a modestos robos, de los llamados por los profesionales al descuido." (La busca).
El robo de mayor envergadura que planean es el de desvalijar una casa abandonada en las Ventas, pero el proyecto resulta fallido y tanto Manuel como Vidal, que viven esa difícil frontera que oscila entre la delincuencia y la golfería, deciden abandonar al Bizco, delincuente nato, y trabajar por su cuenta. Manuel intentará un trabajo honrado y Vidal pasará a la rufianería de las profesiones inmorales, convirtiéndose en un golfo medio, asociado en sus trabajos con las altas esferas del mundo burgués y aristocrático. Con él compartirá esta vida Manuel durante algún tiempo, hasta que con el asesinato de Vidal tome conciencia de su situación y pase a emprender definitivamente una vida de obrero honrado.
La frontera entre la golfería y la delincuencia es tan débil que apenas puede señalarse: "Hay notables equilibristas que se pasan toda la vida en equilibrio inestable, pero sin caerse, merodean en los alrededores del Código Penal, y no hay artículo que los agarre..." (Patología del golfo).
Podían desempeñar trabajos que iban desde prestamistas, ganchos de casas de juego, hasta chulos y encargados de una casa de citas, es decir, cualquier tipo de ocupación que proporcionase beneficios y no requiriese mucho esfuerzo. Eran ayudantes y colaboradores del político y del aristócrata que los utilizaba para lograr sus objetivos:
"El golfo aristócrata y el político utilizaban muchas veces al pincho y al matón. Unas veces hay que hacer un chantaje, otras propinar una paliza a alguien que estorba, y para la ejecución de altas obras los bravos suelen ser utilísimos"(El tablado de Arlequín, articulo titulado Mala Hierba).
En definitiva, existía una relación de intereses entre los miembros de la golfería y ciertas capas de la aristocracia y la política. De esta simbiosis nos ofrece abundantes ejemplos la literatura barojiana, como la amistad de una baronesa con Mingote, hombre que había ejercido todos los oficios que pueden ejercerse no siendo persona decente, o la de la Coronela, antigua prostituta dedicada a la usura, con los estafadores el Cojo y el Maestro, con la marquesa de Buendía y con un ex diputado y un ministro.
El prototipo de delincuente y golfo a la vez es Vidal, que expresa toda su filosofía moral en un diálogo que mantiene con su primo Manuel:
"—Hombre, eso depende de lo que tú llames granujada. ¿A engañar le llamas granujada? Pues hay que engañar. No hay otra cosa: o trabajar o engañar, porque lo que es regalarte el dinero, que te conste que no te lo han de regalar.
---Sí, es verdad.
---¡Pero si es que eso lo tienes en todo! Negociar y robar es lo mismo, chico. No hay más diferencia que negociando eres una persona decente, y robando te llevan a la cárcel.."
(Mala Hierba).
Viviendo en la cuerda floja, Vidal intenta prosperar, convertirse en un golfo de buen tono que actúa en el centro de la ciudad, alterna con señores y señoras y es dirigido desde lejos por una mafia que diríamos hoy, en cuya cúspide "hay gente gorda". En este camino hacia el éxito nada puede quebrarse, a no ser que se encuentren con la cárcel, siendo su salida de allí todavía peor porque en realidad los centros penitenciarios eran los lugares más indicados para formar y adiestrar a los malhechores.
Desde el encarcelamiento de niños de sólo nueve años hasta la instalación de dormitorios y patios comunes, todo en las cárceles de finales de siglo resultaba aberrante. Todo lo que fuera regeneración se perdía y en su lugar se perfeccionaba la educación criminal, empezando por los niños que se convertían en el vivero de la delincuencia habitual y terminando por los adultos que salían de ella en peores condiciones morales que habían entrado.
Poco interesado Baroja como escritor por la mentalidad psicológica y moral social de la llamada clase media, tiene sin embargo el mérito de haber sabido descubrir en una minoría de este grupo social una serie de elementos que coinciden en sus puntos esenciales con los que hemos definido como "golfos", aunque se distinguen de los golfos pobres y harapientos por el carácter especial que les concede su clase y sus profesiones.
"Entre los golfos de la clase media hay un sinnúmero de variedades—dice el novelista.--...Hay el estudiante perezoso y ávido de placeres, el empleado con un sueldo mezquino, el periodista que emplea el chantaje para vivir, el médico de sociedad que gana diez duros al mes por trabajar todo el día, el picapleitos que vive del chanchullo y de la estafa legal, el zurupeto de la puerta de la Bolsa, el cómico sin contrata, el empresario sin un cuarto, y, últimamente, todos los socios de la sagrada cofradía del Sable." (Patología del golfo).
Según Baroja, el hombre de la calle, la gente, "identificó con su instinto certero el merodeador de las afueras con el perezoso del café. Vio que entre ellos había algo en común y a los dos los llamó golfos." (Final del siglo XXI y principios del XX).
De estos golfos de café, de esta bohemia golfante que marca con un sello muy particular la vida madrileña finisecular, nos ha dejado Baroja retratos imperecederos, como por ejemplo los artistas (escultores, pintores, literatos ) que desfilan ante los ojos de Manuel—el niño-golfo abandonado de La busca—cuando trabaja en un taller de escultor:
"Eran casi todos ellos de malos instintos y de aviesa intención. Sentían la necesidad de hablar mal unos de otros, de enjuriarse, de perjudicarse con sus maquinaciones y sus perfidias y al mismo tiempo necesitaban verse y hablarse."(Mala hierba).
Si la alegría y la despreocupación es la actitud propia del golfo joven, a estos fracasados los caracterizaba el pesimismo. Los más rebeldes se afiliaban a los organizaciones políticos radicales y los más adaptables se hacían a toda clase de oficios, muchos de ellos en estrechísima relación con la delincuencia.
Una vez perdían los valores morales de clase, los valores llamados burgueses, y estos no eran sustituidos por otros, lo que los movía era el más puro egoísmo y en este camino cualquier vía era aceptable.
Entre estos caídos estaban los repatriados, los cuales como no podía ser menos, también aparecen en Mala hierba. La incapacitación social de los repatriados se produjo por razones distintas a la de los otros golfos. Al volver de la guerra de Cuba y Filipinas sin trabajo y sin posibilidad de encontrarlo, muchos individuos se encontraron irremediablemente desplazados y rechazados por una sociedad en la que no tenían cabida. Baroja los recoge como personajes característicos del Madrid de fin de siglo, paseando su miseria y desocupación por las calles de Madrid o codeándose con golfos y delincuentes e inmersos en su mismo universo de valores e intereses.
El llamado "repatriado" de Baroja es un golfo con trazas de mendigo que "no encontraba empleo ni servía tampoco para trabajar, porque se había acostumbrado a vivir a salto de mata" (Mala hierba), y que buscaba un convento donde comer y algún sitio donde dormir.
Es necesario conocer cuál era la situación de los soldados repatriados a su vuelta a España para darse cuenta de hasta qué punto esta versión barojiana del repatriado medio golfo y medio mendigo no es un arreglo literario sino una realidad social.
Con la crisis que la guerra produjo para un soldado que volvía de Cuba era especialmente difícil encontrar trabajo porque en Madrid el trabajo no abundaba ya desde los primeros años de la Regencia de María Cristina. El ex soldado de Cuba llevará en la ciudad una vida precaria que se hace más angustiosa a medida que las oleadas humanas de repatriados se van precipitando sobre Madrid. Su situación era especialmente grave por el hecho de que, en general, casi todos ellos habían sido mal pagados o no pagados en absoluto durante la campaña bélica. Al volver a España el estado les debía pagas atrasadas que tenía que liquidarles pero que lo hacía con demora y dificultad.
En estas circunstancias, después de sucesivas reuniones y protestas reclamando las pagas, a los repatriados no les debía de quedar más disyuntiva que optar por la golfería, resignarse o suicidarse, solución esta última que ya apunta el repatriado deMala hierba cuando dice: "Después de todo, voy teniendo suerte. Cuando no me he muerto este invierno es que ya no me muero nunca." (Mala hierba).
Y era cierto, porque resistir debía de requerir una capacidad que no todos tenían, a juzgar por las noticias encontradas en la Prensa:
"Fue encontrado en la calle del Amparo el cadáver de un hombre como de treinta años que no ha podido ser identificado. A juzgar por la ropa que vestía, debía ser un repatriado."(El Globo, 16 de septiembre de 1899).
"En el Hospital Militar de Carabanchel se suicidó ayer, ahorcándose de un cinturón, el soldado del batallón expedicionario de Filipinas número 8 Agustín Valencia." (El País, 24 de abril de 1990).
"Ayer intentó suicidarse, arrojándose al estanque del Retiro, un hombre de cuarenta años, repatriado de Cuba, donde sirvió en la Guardia Civil. El hambre fue la causa de que el infeliz atentara contra su vida, y tal era el deseo que tenía de suicidarse, que se ató los pies y las manos, arrojándose después al estanque." (El País, 25 de junio de 1900).
Sin salidas y desligados de su clase, la vida de golfo era una opción para los repatriados, bien en la categoría más ínfima o en el escalón intermedio de la jerarquía delincuente, como Calatrava, el Cojo de Mala hierba, que había estado voluntario en Cuba y después de distinguirse por su valor en muchas acciones volvió a España de sargento "sin porvenir y con un retiro ridículo" y "como tenía una inteligencia clara y despierta, estudió metódicamente todos los procedimientos conocidos de la estafa" y después de medir sus riesgos, decidió dedicar sus actividades a las casas de juego. (Mala hierba).
Del mundo vagabundo y golfo de las afueras de Madrid va acercándose Baroja al mundo del interior de la ciudad, al mundo del trabajo. La vida laboral madrileña de esos años conservaba todavía un carácter artesano, unos rasgos propios de una ciudad que no había sufrido todavía las intensas transformaciones de la industrialización, pero que, sin embargo, empezaba a cambiar. Así, aunque sin tener ni ocupar a una gran masa de trabajadores, tenía Madrid algunas industrias modernas que empleaban una mano de obra bastante numerosa—la fábrica del gas, los talleres de ferrocarriles--, y unos oficios artesanos que competían con ellas.
Si este mundo obrero no imprimía carácter a la ciudad, que continuaba siendo preferentemente artesana y burocrática, sí constituía un aspecto importante de ella, en plena evolución al terminar el siglo y comenzar el nuevo, debido a los importantes contingentes de trabajadores que desde el campo iban llegando a la ciudad.
La difusión de la cultura en las grandes concentraciones urbanas fue creando a lo largo del siglo XIX unas necesidades de información, de transmisión de ideas y noticias que dieron lugar a la primera manifestación de cultura de masas: la Prensa.
Al aumentar el nivel de alfabetización, se creó un mercado cada vez más numeroso de lectores que consumían fundamentalmente una prensa diaria que informaba, polemizaba y transmitía ideas con una velocidad hasta entonces desconocida. Todo este movimiento desarrolló una industria antigua, artesana: la tipografía, que vino a ocupar un papel importante en este proceso de elaboración y transmisión.
Del contacto con las letras creció entre los obreros de este oficio un espíritu, un interés, una inquietud que los capacitó intelectual y culturalmente muy por encima de su medio y de su ambiente. Los obreros tipógrafos eran la aristocracia de su clase, por eso fueron los primeros en enfrentarse con los problemas que planteaba la "cuestión social", en tomar conciencia de ellos, denunciarlos y participar activamente en la lucha por su solución. Por esto no es un hecho casual que algunos líderes de los partidos obreros de estos años salieran de la industria tipográfica.
En Madrid, a finales del siglo XIX, poner en circulación un periódico no debía de resultar muy difícil. Sólo en la ciudad había más de 100 imprentas particulares, aparte las del Estado. En cualquier sótano podía instalarse una máquina y lanzar un periódico a la calle en pocas horas, siendo este siempre el comienzo de una industria tipográfica porque, salvo raras excepciones, la industria comenzaba siempre por un periódico.
Había ciertas facilidades para instalar una imprenta ya que los útiles de trabajo podían adquirirse a plazos, por lo que para establecerse sólo se necesitaba contar con algunos ahorros para hacer frente a los primeros pagos y tener algún encargo de trabajo. Así, no es extraño que Sánchez Gómez, el impresor del que nos habla Baroja en Mala hierba, con una sola prensa movida por un motor de gas de los antiguos, publicase "nueve periódicos, cuyos títulos nadie podría encontrar insignificantes. Los Debates, el Porvenir, La Nación, La Tarde, El Radical, La Mañana, El Mundo, El Tiempo y La Prensa, todos estos diarios importantes—nos dice Baroja—nacían en el sótano de la imprenta. A cualquier hombre vulgar le parecía esto imposible; para Sánchez Gómez, aquel Proteo de la tipografía, la palabra imposible no existía en el diccionario." (Mala hierba).
El carácter artesano, casi doméstico, que podía tener el negocio nos lo pone de manifiesto Baroja cuando añade que "cada periódico importante de éstos tenía una columna suya—de Sánchez Gómez--; y lo demás, información, artículos literarios, anuncios, folletín, noticias, era común a todos." (Mala hierba).
Como en cualquier parte y con pocos medios podía instalarse una imprenta era este oficio uno de los que reunía peores condiciones de instalación y salubridad, y esto tanto en los pequeños talleres como en los grandes, incluso en la Imprenta Nacional. Casi todas las imprentas, decía Pablo Iglesias en un informe redactado para la Comisión de Reformas Sociales en nombre de la "Asociación del Arte de Imprimir", estaban instaladas en "locales reducidos, húmedos, insanos, faltos de ventilación y de luz, hasta el extremo de tener que emplear constantemente en algunos, en pleno día, alumbrado artificial." (Comisión de Reformas Sociales).
Es interesante mencionar que esta descripción general que hace el líder del socialismo coincide con la literatura de Baroja, a quien el político vio siempre con escasa simpatía y su partido a Baroja como a un patrón, enemigo de la clase obrera. Dice Baroja:
"Manuel miró, ni letrero, ni muestra, ni indicación de que aquello fuera una imprenta. Empujó Roberto una puertecilla y entraron en un sótano negro, iluminado por la puerta de un patio húmedo y sucio. Un tabique recién blanqueado, en donde se señalaban las huellas impresas de dedos y de manos enteras, dividía este sótano en dos compartimentos. Se amontonaban en el primero una porción de cosas polvorientas; en el otro, el interior, parecía barnizado de negro; una ventana lo iluminaba; cerca de ella arrancaba una escalera estrecha y resbaladiza, que desaparecía en el techo." (Mala hierba).
Aunque esta imprenta editase periódicos totalmente ficticios, no cabe duda que para describirla el novelista se inspiró directamente en la realidad de las imprentas madrileñas como vamos a ver a continuación.
De toda la información contenida de la Comisión de Reformas Sociales la más abundante es la referente a tipografía madrileña. Entre los obreros socialistas había varios, como Pablo Iglesias, que pertenecían al oficio y a la hora de informar a la opinión pública de las condiciones en que se desarrollaba su trabajo utilizaron la Comisión como plataforma política y participaron activamente, dejando una serie muy completa de datos sobre su funcionamiento. La mayor parte de su información corresponde a imprentas de periódicos y también a la Imprenta Nacional.
Si empezamos por las imprentas de periódicos, la Imprenta de El Norte, que en los años de la revolución de 1868 había estado instalada en una cuadra, había pasado después a "un sótano de dos metros de ancho, sin luz, con grietas por todas partes y con una fuente que mantenía constantemente la humedad en el suelo". (Comisión de Reformas Sociales). El País parece ser que estaba también instalado en una cuadra y La Época, que era periódico serio y respetable, con cierta antigüedad en su publicación, tenía la imprenta en una guardilla donde todos los obreros trabajan hacinados. El Globo estaba instalado en otra cuadra y El Progreso tenía la imprenta primero en "un laberinto de pequeñas piezas completamente oscuras y sin ventilación" y pasó luego a instalarse en un sótano con las mismas condiciones que otros periódicos citados. El Imparcial, el periódico de mayor tirada y prestigio de toda la prensa madrileña de la época, tenía la sala de cajas en "un patio cubierto con cristales deteriorados y ahumados que hacían que a todas horas fuera de noche, y cuando los cajistas, verdaderamente sofocados y asfixiados por las condiciones del local y del alumbrado, abrían aquellos balcones, se encontraban con las emanaciones de la estereotipia y con el calor que mantenía una caldera de vapor de la potencia que necesitaba la tirada de ese periódico." (Comisión de Reformas Sociales).
En cuanto a la Imprenta Nacional, las condiciones eran todavía peores que en las particulares. Parecerá extraño que una empresa estatal no reuniese las mínimas condiciones de salubridad pero en el local de las cajas el techo se tocaba con las manos y había 30 ó 40 lámparas de petróleo y unos treinta hombres trabajando para confeccionar la Gaceta cuando había sesiones. Las jornadas de noche en estas condiciones eran especialmente insoportables. En este sentido, Baroja nos habla de la jornada nocturna de una imprenta con una sola máquina, y dice que entre "el motor de gas y los quinqués de petróleo quedaba la atmósfera asfixiante."(Mala hierba), imaginemos lo que debía ser aquello con más máquinas y 30 ó 40 lámparas.
El obrero tipógrafo recibía un salario pequeño que difería poco de los que ganaban los demás obreros y tenía una jornada igual o peor que la de los otros oficios. Era el suyo una clase de trabajo que en muchos casos exigía un grado de especialización y conocimientos por la que no recibía una remuneración adecuada.
Otra industria bien conocida por Baroja era la industria panadera. Para los obreros panaderos la vida no era más fácil que para los tipógrafos, ya que el oficio era uno de los más duros que existían y requería una resistencia orgánica especial porque la jornada era muy larga y el trabajo agotador.
Baroja describe minuciosamente toda la actividad que un aprendiz de panadero desarrollaba desde que empezaba la jornada hasta que terminaba:
"En la tahona, para comenzar el aprendizaje, le pusieron en el horno, a ayudar al oficial de pala. El trabajo era superior a sus fuerzas. Se tenía que levantar a las once de la noche, y comenzaba por limpiar con una raedera unas latas de hierro, en donde se cocían los bollos, pasándolas, después de frotadas, con una brocha untada en manteca derretida; hecho esto, ayudaba al oficial de pala a sacar la brasa del horno con un hierro; luego, mientras el hornero cocía, iba cogiendo tablas pesadísimas, cargadas de panecillos, y las llevaba del amasadero a la boca del horno; y cuando el oficial metía los panecillos dentro, volvía Manuel con las tablas al amasadero. A medida que el pan salía del horno, lo mojaba con un cepillo empapado en agua, para dar brillo a la corteza. A las once de la mañana se concluía el trabajo, y en los intervalos de trabajo Manuel y los trabajadores dormían." (La busca).
Igual de duro era el trabajo para los oficiales que para el aprendiz, siendo la mayor parte de los obreros de panadería gallegos, gente fuerte y resistente, describiéndolos Baroja como bastante brutos y primarios.
Los locales que ocupaban los hornos y amasaderos de las panaderías no eran mejores que los de las imprentas: "La tahona ocupaba un sótano oscuro, triste y sucio—dice el novelista--. Estaba el piso del sótano por debajo del nivel de la calle, a la cual tenía unas ventanas con cristales tan oscurecidos por el polvo y las telarañas, que no dejaban pasar más que una luz turbia y amarillenta. A todas horas se trabajaba con gas." (La busca).
La falta de medidas de seguridad en el trabajo debía ser alarmante, a juzgar por los accidentes de operarios de tahona encontrados en la prensa:
"Fractura de la mano derecha producida con la máquina de amasar en una tahona de la calle de Fúcar número 18." (El Globo, 6 de octubre de 1899.)
"Operario cogido y destrozado por un volante del aparato motor en una tahona de la calle de San Juan número 46." (El Globo, 19 de junio de 1899.)
"Fractura de dos dedos de la mano izquierda a un obrero de la tahona de la calle de Tesoro número 25."( El Globo, 6 de septiembre de 1899.)
Además de los accidentes, había un peligro constante que amenazaba a los panaderos: las enfermedades producidas por la infiltración de harina en los pulmones. El propio Baroja cuenta cómo Manuel, aprendiz de panadería, no podía dormir en el cuarto de los panaderos y se echaba en el suelo de la cocina del horno porque su cama estaba "al lado de la de un viejo, mozo de la tahona, enfermo de catarro crónico por la infiltración de harina en el pulmón, que gargajeaba a todas horas." (La busca).
Según sus propias palabras, Baroja decidió abandonar el negocio de la panadería porque la situación económica estaba en crisis a causa de la guerra de Cuba, no encontrando capital para lograr remontar su empresa puesto que los beneficios no eran nada extraordinarios. Además añade que "en aquella época los trabajadores madrileños comenzaron en todas las industrias a asociarse y a considerar como enemigo suyo al patrón" (La formación psicológica de un escritor--Discurso de ingreso en la Real Academia Española).
Los obreros panaderos, en efecto, debieron hacerse bastante fuertes con su asociación como dice Baroja, porque en 1900 lograron promover una huelga en Madrid a la que arrastraron a 2.000 trabajadores que estuvieron manifestándose pacíficamente un mes largo (El Socialista, 3 de agosto de 1900). Los manifestantes pedían que se les concediese aumento de jornal y trabajar en locales más higiénicos (El País, 17 de julio de 1900). Ante las exigencias de los obreros los patronos se negaban a toda concesión con la disculpa de que tendrían que subir el precio del pan o cerrar las fábricas si se mantenían sus reclamaciones.
Ante el avance de la huelga el Gobierno, en vez de enfrentarse con el problema, se puso del lado de los patronos y sustituyó a los huelguistas por soldados en todas las tahonas donde se habían producido vacantes (El País, 17 de julio de 1900). La huelga terminó con el triunfo de los patronos, que sólo transigieron por volver a admitir a los huelguistas en las mismas condiciones de antes.
Los efectos prácticos de la asociación debían ser más de orden moral y político que económico. En el plano de las reivindicaciones laborales estaba todo por hacer, pues la solidaridad obrera no era por el momento más que un caballo de batalla de las organizaciones proletarias lo que hacía que los resultados fueran todavía pequeños.
Con la ayuda de Baroja hemos ido subiendo desde el submundo de los golfos, prostitutas y vagabundos de las afueras madrileñas al mundo del trabajo, y en este mundo hemos vislumbrado, por fin, una conciencia minoritaria, pero existente, del problema social.
En efecto, en los ambientes obreros del Madrid de fin de siglo se empieza a plantear, aunque todavía con carácter minoritario, lo que en aquel entonces se denominaba la cuestión social. Los obreros comienzan a tomar conciencia de que sólo puede lograrse una solución colectiva de sus problemas a través de las organizaciones políticas obreras.
¿Cuáles son estas organizaciones en los años de la Restauración?: El partido socialista y grupos anarquistas. Los primeros años de la Restauración monárquica son de clandestinidad y de acción oculta, pero a partir de 1887 con la Ley de Asociaciones que permite la formación de sindicatos obreros y la de 1890 estableciendo el sufragio universal, dichas organizaciones emergen a la luz del día. Su intervención en el juego político es en estos años prácticamente nula, siendo ya en el siglo XX cuando el partido socialista consiga tener representación en el Congreso de Diputados, mientras que los anarquistas nunca la tuvieron porque desde un principio se negaron a participar en el juego electoral. La labor, pues, de estos grupos se concentró en formar una conciencia de clase entre las masas trabajadoras y un espíritu de solidaridad en la lucha contra la sociedad establecida.
Baroja, ateniéndose a la más exacta realidad social madrileña, en su trilogía La lucha por la vida, después de partir del mundo de los desheredados y pasar por el de los golfos y prostitutas termina describiéndonos el mundo del trabajo madrileño y culmina esta descripción con la lucha obrera que en aquellos años se gestaba y realizaba. Por eso Aurora roja, última novela de la trilogía, es una de las primeras novelas políticas importantes en la historia de la literatura española. Novela política, no porque el tema haya sido elegido arbitrariamente por el autor, sino porque la política formaba parte de la realidad de la vida obrera madrileña y los diálogos, conversaciones y meditaciones de los trabajadores madrileños necesariamente tenían que hacer referencia a ella.
En esta línea, Aurora roja lo que hace es plasmar las inquietudes políticas de las clases populares de Madrid y más específicamente las de los anarquistas madrileños de finales del siglo XIX y principios del XX, ya que la acción de la novela termina en 1902 con la coronación de Alfonso XIII.
El hilo conductor de esta historia será Manuel, quien convertido primero en obrero cajista y después en pequeño empresario de una imprenta tiene ocasión de asistir desde un puesto de simple espectador, a veces muy poco neutral, a las luchas ideológicas y tácticas revolucionarias de un grupo de anarquistas. Junto a éstos aparecen en el fondo, desdibujados, los socialistas. Decimos desdibujados porque Baroja o los ignora o las pocas veces que los cita es como simples oponentes de las tesis ácratas, meros destinatarios por tanto de los ataques y sarcasmos que les dirigen los anarquistas.
¿Por qué esta omisión barojiana de los socialistas? No podríamos dar una respuesta categórica pero tenemos dos hipótesis que consideramos parcialmente válidas, aunque no definitivas: una, la poca simpatía que Baroja siempre sintió por el socialismo en su parte doctrinal y sobre todo por los hombres que seguían sus doctrinas (Burguesía socialista. El tablado de Arlequín), a quienes, por otra parte, debía considerar poco atrayentes como personajes literarios; otra, porque quizá, como señala su sobrino Julio Caro Baroja, la sociedad madrileña "desamparada, abigarrada, violenta, trágica o grotesca según los casos, tenía que presentar como cara política una cara anarquista más que otra cosa.
"...el país, la sociedad, la ciudad misma producía golfos, hampones, descuideros, prostitutas, hombres desamparados, niños famélicos, de modo incontrolado. Ni la caridad mecánica de la Casa de la Doctrina, ni las organizaciones obreras, pequeñas todavía, ningún tipo de asociación benéfica o humanitaria podía remediar o paliar tanto desamparo." (Prólogo de La busca, Madrid. Libro R.T.V., número 9, 1969, págs.7-13.)
Lo más interesante de la aportación barojiana sobre la actividad anarquista no es lo meramente informativo pues esto lo podemos encontrar en periódicos, folletos, libros, sino el testimonio sobre la psicología del anarquista plasmado en una serie de personajes literarios que debían ser muy parecidos a los tipos reales que por esos años vivían en Madrid entregados a la propagación de las ideas ácratas.
En Aurora roja, aunque Baroja no sabe prescindir totalmente de sus opiniones personales sobre el anarquismo y se inmiscuye demasiadas veces en el relato, comparte estas opiniones con las de los demás personajes y a lo largo de él nos va ofreciendo un panorama bastante completo de lo que debía ser en Madrid por aquellos años la lucha obrera.
Manuel, personaje protagonista al que ya conocemos, empleado como cajista en una imprenta, conoce las actividades obreras a través de su contacto con los compañeros de trabajo. Manuel no está asociado ni participa, pero eso no es obstáculo para que en las reuniones con amigos y parientes surjan conversaciones relacionadas con el tema y hable "de la imprenta y de las luchas de los obreros". Al empezar la novela y hasta el final, Manuel es espectador de esta lucha y parece totalmente apolítico, aunque ello no es óbice para que a veces se encuentre atraído sentimentalmente por ella.
Su primera relación con el anarquismo se efectúa a través de un veterinario, amigo de sus vecinos, los Rebolledo, que asiste a las tertulias familiares que tienen lugar en el piso bajo de su casa. Este veterinario, el señor Canuto, había sido en otro tiempo anarquista militante, pero hacía ya mucho que había abandonado sus actividades políticas.
El anarquismo del señor Canuto era ya en aquellos años de finales de siglo absolutamente inoperante, algo arcaico que no lograba interesar a nadie. Tenía sus orígenes en los primeros brotes anarquistas españoles, pero había quemado sus esperanzas primero en Alcoy en 1873 y más tarde en las sucesivas represiones de la Restauración. El señor Canuto pertenecía a esos viejos militantes desgastados que conservaban en su mente todas las tradiciones anarquistas mitificadas, se había quedado en Fourier y Proudhon y "apenas estaba enterado de las corrientes modernas".
Por esto, sus ideas, teñidas de recuerdos personales, subjetivadas y mitificadas, no podían atraer a Manuel, que asistía a las luchas presentes, como tampoco lograrían interesar a los anarquistas militantes jóvenes que en una reunión le oyeron evocar sus recuerdos y hablar de la Internacional, de la excisión entre Marx y Bakunin, del levantamiento de Cartagena, de Pi y Margall,...El señor Canuto viene así a representar algo que ya estaba superado por aquellos años en el anarquismo y que enlaza con los orígenes del movimiento en España.
Si las conversaciones del veterinario no logran arrastrar a Manuel no pasará lo mismo con las reuniones anarquistas que empezarán a celebrarse en una taberna madrileña del barrio de Chamberí llamada "La Aurora". Las reuniones se organizan cuando Juan, hermano de Miguel y artista de talento, conoce a un pintor decorador, anarquista de ideas, que escribe para un periódico de esa ideología y que firma con el seudónimo de el Libertario. La amistad de Juan con el Libertario permitirá a Manuel conocer la conspiración política en la que nunca llega a participar activamente pero de la que no puede evitar su fascinación. "El mismo Manuel—dice Baroja—a pesar de su aburguesamiento, sintió el atractivo de aquella reunión, y al domingo siguiente estaba en "La Aurora" fraternizando con los compañeros." (Aurora roja).
Los compañeros de "La Aurora" son todos anarquistas pero cada uno representa, en cierto modo, una tendencia dentro del anarquismo militante, siendo los asistentes obreros, estudiantes e intelectuales. James Joll en su estudio sobre el anarquismo afirma que los primeros grupos que en España, tanto en Barcelona como en Madrid, estudiaron y discutieron las ideas de Fournier y Proudhon estaban compuestos por "hombres de profesiones liberales, estudiantes y artesanos, la mayoría de éstos impresores y zapateros." (Los anarquistas, Barcelona, Ediciones Grijalbo, 1968.)
En torno a estos hombres de extracción pequeño-burguesa y obrera, junto con el campesinado andaluz que alimento las filas del anarquismo español desde su nacimiento, se van aglutinando las distintas tendencias que el movimiento tenía por aquellos años.
En Aurora roja, Juan representaba el lado humanitario y artístico del anarquismo. No leía casi nunca libros anarquistas y sus obras favoritas eran las de Tolstoi y las de Ibsen, lo que ya nos da la clave de su pensamiento. Para Juan el anarquismo era una religión que preconizaba una nueva moral individual y social basada en el amor, la libertad, la bondad y la supresión del principio de autoridad.
Trata de la liberación del hombre por el amor, de la cuestión social no como una cuestión de jornales sino de dignidad humana, de los golfillos abandonados, de los niños explotados, de las prostitutas, etc., hasta crear un clima en el que la multitud más que plantearse "la posibilidad o imposibilidad de las doctrinas" (Aurora roja), se deja arrastrar por el inmenso sentimiento que había en ellas.
El Libertario, más intelectual que Juan, representaba la tendencia filosófica y crítica del movimiento. Dotado de un cierto grado de escepticismo sobre las posibilidades de realización del ideario anarquista pero militando a pesar de ello en sus filas, tomaba del movimiento la parte que mejor cuajaba con su carácter individualista y crítico: "la protesta del individuo contra el Estado, lo demás, la cuestión económica, casi no le importaba, el problema para él estaba en poder librarse del yugo de la autoridad." (Aurora roja).
De todos los anarquistas que desfilan por las páginas de Aurora roja es el Libertario el que actúa, habla, piensa con mayor rigor. Su tono irónico, su indiferencia aparente, su cultura, su conocimiento y análisis de la historia le sitúan muy por encima de sus compañeros de ideas. Su adhesión al anarquismo estaba basada en la idea de que era un sistema crítico que serviría de base para transformar los valores morales y religiosos y cambiar por completo las nociones del bien y el mal, el deber y la virtud, al tiempo que uniría a los hombres por la voluntad y no por la fuerza de la Ley. Sus intervenciones en las reuniones y discusiones estaban siempre marcadas por estos principios.
"Yo...soy enemigo de todo compromiso y de toda asociación que no esté basada en la inclinación libre. ¿Vamos a comprometernos a una cosa y a resolver nuestras dudas por el voto? ¿por la ley de las mayorías? Yo, por mi parte, no; si hay necesidad de comprometerse y de votar, no quiero pertenecer al grupo." (Aurora roja).
Su falta de sentido de la realidad le lleva a rechazar toda cuestión práctica y su figura, por tanto, aparece a los ojos del lector como la de un intelectual que desconfiando incluso de la masa, sigue a sus ideas pensando que "la anarquía—como diría otro personaje barojiano—no debía terminar en nada, ni tener más objeto que intranquilizar" (La sensualidad pervertida), y sobre todo, destruir los valores establecidos.
Es bastante sintomático que sea el Libertario, un escritor, el que sostenga estas ideas que eran muy semejantes a las que el propio Baroja tenía sobre el anarquismo y que en el fondo eran la rebelión individualista extrema contra la sociedad burguesa.
Estos personajes, tan distantes de los líderes anarquistas posteriores del año nueve o del sindicalismo como de los predecesores implicados en las revueltas andaluzas o en la bomba del Liceo de Barcelona, debían sin duda darse en el Madrid de finales del siglo XIX, ya que según Baroja recordaría después en sus Memorias, afianzando aún más la idea de la contradicción en que vivían estos intelectuales de finales de siglo, "la anarquía de ese tiempo era cosa más literaria que política." (Galería de tipos de la época).
Junto a estas dos tendencias estaban la del estudiante Maldonado y la del Madrileño y Jesús. Maldonado "había figurado entre la juventud republicana" y aunque su tendencia parlamentaria era profundamente antipática a todos los partidarios de la asociación libre, tiene un valor representativo grande en un momento como este que nos refleja Baroja en su novela, en el cual se estaba produciendo un fenómeno de traspaso de gente de un partido que hasta la revolución de 1868 había figurado a la cabeza del progresismo, el partido republicano radical, hacia las organizaciones obreras de anarquistas y socialistas.
A través de la figura del estudiante Maldonado, Baroja nos da testimonio de un hecho histórico hoy sobradamente demostrado: el abandono del republicanismo por una parte de la masa del partido al producirse el fracaso político de la Iª República española.
En este aspecto todavía mayor interés tiene el Bolo, zapatero, recién afiliado al anarquismo, que procediendo políticamente de los republicanos había ingresado primero en el socialismo y después "viendo el aspecto gubernamental que iba tomando poco a poco el socialismo en España, y, sobre todo, la lucha que se entablaba entre socialistas y republicanos, se separó de los socialistas considerándose ácrata." (Aurora roja).
Estas dos figuras iluminan un proceso iniciado al caer la República y arrastrar en su caída las esperanzas de una parte de los republicanos federales que empezaron a ver en el anarquismo un escape a la sensación de frustración que experimentaban.
A partir de la Restauración de Cánovas el movimiento obrero español, aun trabajando en la clandestinidad, trató de atraerse las simpatías de estos republicanos radicales desilusionados de la República. Cuando en 1889 suben los liberales al poder y las actividades del movimiento se empiezan a realizar más abiertamente, comienzan las campañas del socialismo y del anarquismo para atraerse a las masas obreras y para diferenciarse del partido radical republicano que hasta entonces había sido el único que podía interesarlas en su acción y postulados.
Los socialistas y anarquistas incitarán a la masa obrera a apartarse de las ideas republicanas y al mismo tiempo tratarán de ganarse a los disidentes del partido. Por esto, durante los años finales del siglo, uno de los objetivos comunes a ambas organizaciones obreras será el que ya había sido caballo de batalla del partido republicano: la supresión de la cuota en el servicio militar a los pobres. Al replantearse de nuevo con la guerra de Cuba toda la injusticia de la institución militar de la "cuota", las organizaciones obreras lucharán por su abolición y se harán eco de viejos objetivos frustrados:
"El comité nacional del partido socialista obrero ha dirigido un manifiesto a sus correligionarios y a todos los trabajadores acerca del servicio militar...Lamenta que el Gobierno no haya manifestado el propósito formal de que en caso de guerra irán a ella pobres y ricos y excita a los obreros a que emprendan activa campaña para que no se envíe a la Isla de Cuba ni un soldado más." (El Imparcial, 14 de enero de 1898.)
Si los personajes citados nos dan la medida de lo que debió de ser en aquellos años la actividad obrera y sus realizaciones más tempranas, Jesús y el Madrileño, otros dos anarquistas asistentes a las reuniones de "La Aurora", van a dejarnos entrever algo de lo que por esos mismos años era "el anarquismo del arroyo" que dice Baroja, el que representaba la protesta de los miserables y los abandonados. "Predicaban éstos la destrucción, sin idea filosófica fija, y su tendencia cambiaba de aspecto a cada instante, y tan pronto era liberal como reaccionaria." (Aurora roja).
No es una casualidad sino una prueba más del certero instinto sociológico de Baroja el que los dos genuinos representantes de este anarquismo destructivo sean dos obreros, salidos los dos del pueblo y uno de ellos, Jesús, del fondo más miserable de esas corralas y casas de vecindad ya mencionadas, con una trayectoria vital que va desde la golfería hasta el robo, pasando por el alcoholismo.
Jesús, a pesar de su calidad de obrero y de obrero ilustrado puesto que es tipógrafo, nunca llega a abandonar del todo su vida de golfería y vagabundeo y vuelve a ella después de cada salida violenta del mundo del trabajo, bien sea por cansancio o por falta de voluntad.
Su anarquismo es absolutamente apasionado y sentimental, y aunque sentido crítico no le falta, pues es el primero en ir creando una conciencia social en Manuel ante los problemas que juntos padecen, tampoco es su crítica coherente sino caótica y llena de sentimiento. Sus deseos se confunden y se hacen imperiosos, esperando ver producirse el cambio como por sorpresa sin que una acción previa lo prepare. Jesús es en este sentido hermano espiritual de los jornaleros andaluces que por esos mismos años esperaban la llegada de la revolución como el santo advenimiento.
Su anarquismo dimana de las condiciones reales en las que ha vivido y trabajado. Es anarquista desde que "ha visto las infamias que se cometen en el mundo, desde que ha visto cómo se entrega fríamente a la muerte un pedazo de la Humanidad; desde que ha visto cómo mueren desamparados los hombres en las calles y los hospitales." (Mala hierba).
Su idea de la revolución sería parecida a la que Juan expresaba en un diálogo con su hermano Manuel: "Sería una aurora sangrienta en donde a la luz de los incendios crujirá el viejo edificio social, sustentado en la ignominia y en el privilegio, y no quedaría de él ni ruinas, ni cenizas, y sólo un recuerdo de desprecio por la vida abyecta de nuestros miserables días.
Sería el barro negro de las Injurias y de las Cambroneras, que ahogaría a los ricos, la venganza justa contra las clases directoras, que hacían del Estado una policía para salvar sus intereses, obtenidos por el robo y la explotación, que hacían del Estado un medio de calmar a tiros el hambre de los desesperados." (Aurora roja).
Este sentimiento de destrucción, tan identificado con el anarquismo que ha llegado a ser un lugar común de su doctrina, aunque sólo era una parte de ella, era el aspecto que mejor podía prender entre los desheredados de las Cambroneras o las Injurias madrileñas, así como era el pensamiento que podía expresar mejor que nadie Jesús, con su vida desdichada en corralas y casas de dormir.
Era el sentimiento de rebeldía del pueblo, confuso y ambiguo, que enlazaba por un lado con el anarquismo y por otro con formas primitivas de rebelión como el bandolerismo social. Era el sentimiento de los desgraciados que antes de comprender que la solidaridad con su clase puede conducir a un cambio sienten en su interior una cólera contra la sociedad y contra los hombres que los impulsa a desear destruir violentamente, y sin pensar de qué manera, el orden existente.
Del bosquejo de las tendencias y la psicología anarquista pasa Baroja a describirnos una serie de actividades que ocupan a los anarquistas. La primera de estas actividades es la de reunirse "para hablar, para discutir, para prestarnos libros, para hacer la propaganda."(Aurora roja).
Estas reuniones son como seminarios populares donde cada uno de los militantes va exponiendo sus puntos de vista. La reunión está basada en la libertad de asistir o no sin que medie ningún compromiso, incluso en el momento de realizar algo conjunta o individualmente "cada uno hará lo que su conciencia le dicte." (Aurora roja).
Inspiradas en este principio, las reuniones tienen lugar todos los domingos en la taberna "La Aurora" y "todos los domingos aumentaba el número de adeptos. Unos contagiados por otros iban llegando...y crecía el grupo anarquista libremente, como una mancha de hierba en una calle solitaria." (Aurora roja).
Las conversaciones pasan de la discusión acalorada sobre la anarquía y sus fines a la evocación de las acciones y mártires del anarquismo, y de ello va desprendiéndose ese culto a la personalidad, a los hombres y no sólo a las ideas que era también característico del anarquismo de esos tiempos: "Aparecía en todos ellos, saliendo a la superficie, su fondo de meridionales, su admiración por el valor, su entusiasmo por la frase rotunda y el gesto gallardo." (Aurora roja).
Aparte del culto a la personalidad, las discusiones tocan todos los temas claves de la acción revolucionaria de aquellos años: tesis anarquistas de la acción directa y de la no participación política en contra de la participación política desde un partido obrero defendida por los socialistas, colectivismo contra centralismo, individuo contra Estado, espiritualismo contra materialismo, etc. A estos problemas de la polémica que por aquellos años oponía a los anarquistas o ácratas contra los socialistas o autoritarios, se añaden aquí los problemas típicamente nacionales como es el del catalanismo. Es decir, que en estas discusiones y conversaciones, acompañadas de largos paseos por Madrid, va saliendo toda la historia de la polémica obrerista en España.
En el plano de la acción los anarquistas del relato barojiano emprenden dos obras: la organización de un mitin en Barbieri y la preparación de una conjura revolucionaria para el día de la coronación de Alfonso XIII, el 17 de marzo de 1902, y que nunca llegara a realizarse.
El mitin de Barbieri tiene todas las trazas de haber sido tomado directamente de la realidad. El propio novelista nos cuenta cómo en su juventud durante muchos días estuvo impresionado "por lo que dijeron varios obreros, la mayoría andaluces, en un mitin anarquista del Liceo Rius, de la calle de Atocha." (Familia, infancia y juventud). Baroja, sin duda, debió de asistir más de una vez a estos actos políticos y su espíritu de cronista fidedigno queda patente al elegir en su novela el Barbieri para el mitin anarquista, porque tanto éste como el citado por él de la calle de Atocha aparecen en la prensa celebrándose en ellos reuniones obreras.
La capacidad de observación de Baroja, atenta a los discursos que tienen lugar en el mitin, nos aproxima enormemente a lo que debían de ser la mayoría de esos actos políticos. Del orador zapatero pausado, aburrido y documentado en su discurso al tejero con instinto destructivo que odiaba a los intelectuales, pasando por el carpintero racionalista que colocaba todo su ímpetu en combatir la Biblia hasta llegar a la exaltación humanitaria de Juan tenemos todos los matices y expresiones de lo que eran en esencia cada una de estas reuniones. Al espíritu detallista de Baroja debemos el habernos dejado un relato literario de todo ello en el que hasta el lenguaje de los obreros oradores está captado en toda su espontaneidad y variedad.
El otro acto que los anarquistas preparan para el día de la coronación resulta fallido y nunca llega a producirse: la comitiva real atraviesa las calles madrileñas sin que se produzca ningún incidente, como esperaban los anarquistas en la credulidad de que había un complot organizado a nivel internacional contra el rey. La única víctima del día de la coronación es el señor Canuto, el viejo militante, que en un acto de rebeldía se niega a quitarse el sombrero ante la bandera. Los guardias, instigados por un teniente, arremeten contra él a sablazos causándole una conmoción cerebral.
La novela acaba con las amargas palabras de Manuel y el Libertario sobre la imposibilidad de liberar al hombre colectivamente. Juan, el apóstol del anarquismo, el visionario, que quería un mundo más feliz a través de la anarquía, muere, y ante su tumba el Libertario, después de realizar un elogio fúnebre del compañero desaparecido, se despide diciendo:
"Ahora, compañeros, volvamos a nuestras casas a seguir trabajando."
(Aurora roja).
La esperanza de seguir trabajando, de seguir luchando por la Idea era la única esperanza para los anarquistas en esos años de principios de siglo, tras haber trabajado en la clandestinidad, pasado la represión de los sucesos de la "Mano Negra" y del proceso de Montjuich, y estando lejos todavía los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona de 1909 que volverían a darles la fuerza en la calle y en las masas.
Nuestro objetivo inicial era mostrar como Baroja dejó en sus libros una documentación exacta y fundamental sobre el Madrid de su tiempo. Esta ha sido la causa de que hayamos ido comparando las obras de Baroja con los datos que se encuentran en otras fuentes.
De este trabajo realizado se podrían sacar las siguientes conclusiones: